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tribuna
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El jinete de bronce

Sorprende la adhesión, a veces ciega, a veces disimulada, que la vieja izquierda latinoamericana otorga al zar de todas las Rusias

Daniel Ortega y Vladimir Putin
Daniel Ortega y Vladímir Putin durante una visita que el presidente ruso hizo a Nicaragua en 2014.Alexei Nikolsky (AP/ LaPresse)
Sergio Ramírez

Cuando en marzo de este año el camarada Vladímir Vladimirovich Putin, candidato único a la presidencia de Rusia, ganó de manera abrumadora las elecciones, la presidenta de Honduras doña Xiomara Castro, simpatizante entusiasta del socialismo del siglo XXI a la Chávez, se apresuró a felicitarlo en nombre de todos los países miembros de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) “por su convincente victoria”. Diez de esos países, entre ellos Chile, suscribieron una declaración para desmentirla. Otros, como México y Brasil, guardaron silencio.

Sorprende la adhesión a veces ciega, a veces disimulada, que la vieja izquierda da al zar de todas las Rusias, el camarada Putin. Y no se trata sólo de la izquierda dictatorial o autoritaria, en el poder en países como Cuba, Venezuela, Nicaragua o Bolivia, sino también de cierta izquierda intelectual, refugiada en claustros donde aún el viejo leninismo tropical exuda su moho en las paredes, y en clubes de pensamiento ortodoxo de tercera edad, nostálgicos uno y otros del socialismo real, del cual es Putin el profeta destinado a revivirlo.

Cuando se dio en Nicaragua la guerra de los contras, que pertrechados por la administración Reagan trataban de derrocar a los revolucionarios sandinistas, más que como una escaramuza de la Guerra Fría aquella batalla era vista desde los cenáculos de la izquierda militante como una agresión descarada del viejo y protervo Goliat contra el imberbe y débil David que sólo tenía piedras en su salbeque para defender su pequeño país.

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Esa misma izquierda, que ahora ya peina canas, borró del disco duro aquella imagen de la justicia que tiene el débil en toda lucha desigual, cuando en febrero de 2022 las tropas del zar Vladímir invadieron Ucrania, y dieron toda la razón a Goliat, o miraron hacia otro lado, fingiendo disimulo, o pidiendo de artera manera salomónica, contención “a ambas partes”, el invasor y el invadido. David era un corrompido fascista.

Todo podría atribuirse al síndrome antiimperialista amamantado a lo largo del siglo XX por las ocupaciones militares de Estados Unidos, y su apoyo a los golpes militares, que fija en la retina un Goliat imperecedero, que no admite copia. El Goliat que le toca en suerte a los ucranianos, si les da con el mazo en la cabeza, es por su bien.

Y, además, si Putin el justiciero, “el gran líder de la humanidad” como lo llama Maduro, está contra el perverso imperialismo norteamericano, que sigue incólume en la letra de los manuales, los fieles antiimperialistas de ayer, y los reciclados de hoy, deben cerrar filas alrededor del héroe de las estepas.

Para los viejos camaradas que vuelven los ojos hacia el paraíso espeso y gris del socialismo real, más que el zar que busca restaurar las fronteras de la antigua y mítica Rus de la que Ucrania, oh destino manifiesto, es parte natural, Putin representa la resurrección de las glorias de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. ¿Los muros del Kremlin no siguen acaso allí? Y el mismísimo Stalin subido al caballo de Pedro el Grande, el jinete de bronce, vuelve a cabalgar, ahora con el torso desnudo.

Pero, vamos a ver. ¿Putin, apóstol de la izquierda? Extraño personaje que también es, a la vez, el apóstol de la más cerrada derecha, y que, como el dios romano Jano de doble rostro, puede mirar a dos lados opuestos a la vez.

Aleksandr Duguin, el ideólogo ultraconservador, es a Putin lo que Steven Bannon es espiritualmente a Donald Trump. Duguin invoca un “fascismo a la rusa”, sustentado por un nazismo esotérico capaz de dar paso a una nueva derecha europea, capaz de llevar adelante una revolución conservadora universal. ¿Dónde lo colocamos entonces? ¿Más cerca de Jair Bolsonaro, o más cerca de Nicolás Maduro? ¿O será que alguien como Ortega quiere también “un Estado fuerte y sólido… una radio y una televisión patrióticas… que expresen los intereses nacionales”?

Son amalgamas extrañas, pero ya se ve que posibles. Duguin se interesa también en satanismo, y en las manifestaciones del ocultismo. Y según el criterio de Bernard-Henry Lévy, se trata de un típico racista antisemita, a lo cual habría que sumar los criterios homófobos del propio Putin, cuyas leyes prohíben cualquier tipo de matrimonio entre personas del mismo sexo, y busca establecer centros de reconversión forzada para los homosexuales. Los libros sospechosos de contener propaganda gay, aunque se trata de clásicos de la literatura rusa, son sometidos a la censura.

Es que los reinos autoritarios se parecen, igual que las familias felices. Y las familias ideológicas extremas, se parecen también. ¿Cuál es la distancia entre Duguin y Bannon? Ninguna. “El movimiento” de Bannon quiere una revolución populista de dimensión mundial, combate frontalmente las migraciones, la ideología de género, los derechos LGBT, la legalización del aborto, declara el cambio climático una leyenda absurda, y se declara en abierta lucha contra “el marxismo cultural”.

Peccata minuta esto último, que bien puede ser obviado por la izquierda ortodoxa. Para ser felices en familia, hay que saber disimular.

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