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Un siglo de física cuántica

El 14 de diciembre de 1900, hoy hace, por tanto, justamente un siglo, Max Planck (1858-1947), un hasta entonces poco conocido catedrático de Física de la Universidad de Berlín, presentaba ante la Sociedad Alemana de Física un trabajo titulado "Sobre la teoría de la ley de distribución de energía en el espectro normal", que contenía el germen de una revolución científica, una revolución -asociada genéricamente al nombre de física cuántica- sin la cual el siglo que ahora termina habría sido radicalmente diferente. Y ello no sólo porque sin ella careceríamos de teorías y resultados como la mecánica y electrodinámica cuánticas, el principio de incertidumbre o la teoría electrodébil, que nos permiten entender la estructura de los átomos, el origen y naturaleza de las radiaciones que éstos emiten o la constitución y orden de los elementos químicos, sino también porque la física cuántica nos ha proporcionado la clave para comprender, o ha permitido construir, fenómenos o instrumentos más cotidianos, como células fotoeléctricas o aparatos electrónicos que utilizan dispositivos semiconductores, del tipo de los ya clásicos transistores, así como los más modernos y poderosos chips. Insertados en billones de microprocesadores tales instrumentos han cambiado las formas en las que nos comunicamos, relacionamos con el dinero, escuchamos música, vemos televisión, efectuamos cálculos, conducimos coches o cocinamos. Tampoco podemos olvidar que es gracias a la ciencia y científicos cuánticos que sabemos de la fisión nuclear, que abrió un nuevo mundo, tecnocientífico al igual que político. ¿Puede alguien comprender lo que ha sido la segunda mitad del siglo XX sin tomar en consideración el conocimiento de la fisión nuclear?El origen de esa revolución tiene, como señalaba al principio, una fecha: el 14 de diciembre de 1900. Fue entonces cuando Max Planck hizo público que se había visto obligado a concluir que la energía de la radiación electromagnética "debe" -utilizando sus propias palabras- "estar compuesta de un número definido de partes iguales" (cuantos terminaron siendo denominadas), cada una de las cuales de una magnitud igual al producto de una constante de la naturaleza (para la que utilizó el símbolo h) por la frecuencia de la radiación. Aquel resultado violentaba teorías que en aquella época formaban parte del cuerpo principal de la física; de hecho, el propio Planck creyó que los cuantos energéticos constituían "una suposición puramente formal", y en cierta ocasión declaró que los había introducido en "un acto de desesperación", para explicar la ley de radicación que él mismo había introducido pocas semanas antes y cuya validez se comprobaba experimentalmente. Dio, es cierto, la señal de partida para una revolución científica, pero él mismo distó de ser un revolucionario. Si hay que caracterizarle de alguna forma, acaso el mejor modo sea diciendo que fue, por encima de todo, un buen ejemplo del funcionario cuyas más nobles virtudes ensalzó Max Weber. Fue precisamente por ello que no pudo rebelarse contra el Estado, por mucho que éste pudiese comportarse en alguna ocasión de manera que él consideraba indigna. Analizar la biografía de Planck constituye, de hecho, un magnífico ejercicio para intentar comprender una época crítica de la historia de Alemania, la del kaiser Guillermo, la República de Weimar y Adolf Hitler, y, naturalmente, la de las dos guerras mundiales. Y es que Planck, que terminaría convirtiéndose en una de las figuras más respetadas y poderosas de la ciencia alemana, no permaneció al margen de los avatares de la nación en la que vivió y a la que tanto amó. La pureza, por desgracia, se alcanza (en el supuesto que exista algo así como pureza y que alguna vez se logre) más fácilmente en las -bastante inhumanas, por otra parte- regiones no frecuentadas por las pasiones, los conflictos y la obligación de tomar decisiones y asumir responsabilidades que caracterizan a la vida en sociedad. Y la sociedad, el mundo en que vivíó Planck no fueron fáciles.

Como ferviente nacionalista, en octubre de 1914 fue uno de los 93 intelectuales germanos firmantes del "Llamamiento al mundo civilizado", en el que se defendían, con argumentos más que parciales, las razones del comportamiento de Alemania en los primeros momentos de la guerra de 1914-1918. Se puede y debe, por supuesto, criticar lo parcial de la visión planckiana, pero sería un error no enmarcarla en un contexto más amplio. Un contexto que ilustran otros acontecimientos de su vida. Como la entrevista que mantuvo en mayo de 1933 con Hitler para intentar convencerle de que la emigración forzada de judíos podía matar a la ciencia alemana y que los judíos también podían ser buenos alemanes. La entrevista terminó con el führer señalando que no tenía nada contra los judíos, sólo contra los comunistas, momento en el que dio rienda suelta a su rabia. Aun así, Planck continuó aceptando la legitimidad de su gobierno y su obligación de servirle. Pero servirle manteniendo la dignidad, como muestra otro suceso.

Tras el fallecimiento, el 30 de enero de 1934, del químico Fritz Haber, una de las figuras más prominentes de la ciencia alemana de la época, que había dimitido poco antes de todos sus cargos (él no estaba obligado a ello, a pesar de ser descendiente de judíos, por su actuación durante la Primera Guerra Mundial) para no tener que obedecer a la ley promulgada el 7 de abril, con la que se pretendía purgar todas las escalas de funcionarios, profesores universitarios incluidos. Planck, entonces presidente de la Sociedad Kaiser Guillermo, decidió organizar una sesión pública para honrar la memoria de Haber. El Gobierno y el partido nazi intentaron impedir tal sesión, aunque únicamente pudieron prohibir a los funcionarios públicos que asistieran a ella. La sesión se celebró en una sala abarrotada, con muchas mujeres asistiendo en lugar de sus maridos, obligados a no participar. Al final de la ceremonia, Planck declaró: "Haber fue leal con nosotros; nosotros seremos leales con él".

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Tal fue, a grandes rasgos, la personalidad del hombre que puso en marcha la, en mi opinión, mayor revolución científica del siglo XX. Una revolución que otros desarrollarían y llevarían a sus últimas consecuencias. El primero de ellos fue, en 1905 (cuando no era más que un empleado de la Oficina de Patentes de Berna), Albert Einstein, pero la nómina es singularmente amplia, con nombres como (limitándonos a algunos del que se podría denominar "periodo fundacional") Rutherford, Bohr, Sommerfeld, Compton, de Broglie, Pauli, Heisenberg, Schröndinger, Born, Jordan o Dirac. Y es que de entre todas las grandes revoluciones científicas que han tenido lugar a lo largo de la historia pocas, si es que alguna, han involucrado a tantas personas. Un cuarto de siglo de duros esfuerzos, en el que con frecuencia fueron los datos experimentales los que marcaban la pauta a seguir, obligando a introducir ideas y recursos (como los números cuánticos) no siempre bien comprendidos, llevó el lograr la primera formulación satisfactoria y realmente fecunda de mecánica cuántica (Heisenberg, 1925). Pronto se comprobó que aquella formulación introducía cambios conceptuales y epistemológicos aún más radicales que la cuantización surgida en 1900, tan radicales y profundos que difícilmente se puede comprender el desarrollo de importantes áreas de la filosofía del siglo XX sin pararse en ellos. Por otra parte, la mecánica cuántica de 1925 representaba únicamente un primer paso, una primera, poderosa, herramienta lógico-deductiva. Comprender la estrutura de la materia y de las fuerzas y radiaciones existentes exigía mucho más. De hecho, y aunque los éxitos alcanzados en semejante camino a lo largo del siglo transcurrido han sido numerosísimos -afectando no sólo a la física, sino también a la química y a la biología, además de al mundo de la tecnología-, todavía es una tarea incompleta. Una tarea que acaso se finalizará durante el siglo XX.

José Manuel Sánchez Ron es catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid.

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