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Tribuna
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Imperio y selva

Sorprende ver cómo ha cambiado el mundo en pocos años. Hasta la caída del muro de Berlín y la liquidación por re formas de la Unión Soviética, vivíamos en una diarquía, aunque al menos dos señores -el chino y el francés- no es taban dispuestos a pasar por Washington o Moscú a rendir pleitesía a sus soberanos. Hoy, en cambio, cinco años después de aquellos hechos, vivimos en un mundo policéntrico, donde los sistemas políticos, económicos y sociales de base ideológica dejan paso a otros de base cultural: modelo japonés, modelo chino, modelo americano, modelo islámico, modelo europeo occidental (por citar sólo unos cuantos).El cambio en realidad se fue gestando a lo largo de la guerra fría, pero se consumó de un modo tan brutal e inesperado que nadie, ni siquiera los supuestos vencedores de esa guerra, ha vuelto todavía de su asombro ni es capaz de elaborar una estrategia a largo plazo de acuerdo a la nueva situación.

Nadie sabe, por ejemplo, cómo reaccionar entre un conflicto -el yugoslavo- en el que rusos y americanos vuelven a estar en bandos enfrentados; aunque los primeros no enarbolen ya la enseña roja, sino una bandera tricolor, republicana, aparentemente tan inocua como la de cualquier otro país. Nadie sabe en realidad nada de nada, y no porque el mundo se haya vuelto más oscuro y misterioso, sino porque el político de nuestro tiempo, secuestrado por la economía, las encuestas de opinión y el electoralismo más elemental, ha perdido la costumbre de pensar: bastante hace con remangarse la camisa y echar un pulso diario a la inflación y batirse contra el desempleo, y ver de aumentar la producción, que son las únicas cosas que parecen importar en este mundo (y que, sin embargo, suelen torcerse o enderezarse por sí solas, de acuerdo a unos tediosos altibajos que más tienen que ver con la psicopatología colectiva -euforia, depresión- que con el arte de gobernar una ciudad, que es lo que tradicionalmente ha significado hacer política).

Y como nadie tiene tiempo para nada, se administran los asuntos exteriores con la frivolidad e improvisación de un Kohl que se precipitó a reconocer la independencia de Croacia y Eslovenia porque había leído en algún sitio que esos dos países adriáticos pertenecieron en épocas pasadas a uno de los imperios alemanes (el oriental, el vienés).

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El despiste, con todo, es general: quienes ahora le reprochan su escasa previsión (y el designio inconfesable de reconstruir el imperio hitleriano por la vía monetaria y paternal) tampoco tienen claro lo que debe hacerse allí, en el avispero yugoslavo, ante un conflicto que les ha cogido a contrapié, cuando ya cantaban victoria sobre los Estados nacionales y se disponían a desmantelar los puestos fronterizos en el Rin, los Alpes, las Ardenás y los Pirineos. Ironías de eso que llamamos realidad: en el umbral del siglo XXI, a punto ya de proclamarse la Europa federal, entra en erupción un volcán decimonónico Y se rompen en pedazos las federaciones multinacionales existentes: Checoslovaquia, Yugoslavia, Unión Soviética.

Contempladas las cosas desde aquí (y subrayo lo de aquí porque no es lo mismo contemplarlas a la luz crepuscular que cuando el sol acaba de salir o se encuentra ya en el cenit), no es fácil adivinar adónde vamos, ni siquiera si vamos a algún sitio, aunque tampoco hay que ser tan pesimistas: más que no ir a ningún sitio, parece como si fuéramos a dos sitios distintos a la vez, avanzando al mismo ritmo, y con la misma falta de entusiasmo y convicción, en direcciones opuestas: por un lado, hacia algún tipo de Estado universal, o de imperio planetario con competencias ex clusivas en armamento no convencional, asuntos ecológicos y otros temas de ámbito mundial (exploración y conquista del espacio, por ejémplo); por el otro, hacia un progresivo alejamiento de las placas tectónicas que sirven de soporte (y sustrato) cultural a los grandes bloques o superes tados actuales y, dentro de cada bloque, y como reacción de fondo ante procesos que causan vértigo y temor, hacia un repliegue general sobre los cuarteles más oscuros (familia, tribu, etnia, secta, mafia), hacia el aislamiento, la fragmentación, el narcisismo, la xenofobia y la anarquía. Es decir: orden imperial (e internacionalismo) por arriba; ley de la selva (y localismo) por abajo.

No es que tengamos necesariamente que elegir. Al contrario: uno puede ejercer perfectamente de médico del mundo, casco azul o cosmonauta, y pertenecer al mismo tiempo a una secta vudú o zoroastriana, y ser incluso un buen padre de familia allá en el Oeste, decidido a defender a bombazos el rancho y la casa de los suyos frente al inspector de Hacienda federal (o arrojarlo a los cerdos, como hacían los campesinos chinos con los recaudadores de impuestos durante la Revolución Cultural).

La selva -réplica espontánea, popular, a la desertización tecnocientífica- avanza por abajo, ciertamente, pero no hay que verla sólo desde un punto de vista negativo, como el campo de juego donde rige la ley de los más fuertes o el laboratorio donde la Santa Madre Tierra, libre de freno y de control, hace sus experimentos e impone una rigurosa selección.

El oasis es a los desiertos lo mismo que el calvero a la espesura, círculos donde guarecerse, de un exceso de luz o dé tinieblas: en medio de bosques, tan frondosos y enmarañados como éstos floreció un día la inolvidable sociedad de Camelot, y la deslumbrante corte de Aquitania, y aquella villa de Borgoña que daba de beber a los mejores trovadores europeos.

La selva puede contemplarse como un gigantesco suburbio planetario donde todos -tribus, etnias, sectas, mafias, gremios, corporaciones, hordas, multitudes- luchan contra todos, pero también como un Edén sin policía, recaudadores ni soldados, un paraíso anárquico, ultraliberal, en el que se van sucediendo los círculos de luz a cual más brillante y fastuoso, aunque siempre por contraste, al modo fariseo, isleño, amurallado: aquí, nosotros , -diligentes, prosperos, corteses, sobrios, elegidos-; allí, ellos -holgazanes, villanos, andrajosos, drogadictos, condenados-; aquí, un limpio y silencioso monasterio sintoista; allí, una sucia reserva de brujos malcarados; aquí, un elegante barrio con jardines, allí un gueto maloliente, un lazareto, un campo de refugiados.

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La selva avanza, aunque quizá sería más exacto hablar de archipiélago: un archipiélago formado a partes desiguales -un tercio santo, dos tercios en manos del diablo- por islas afortunadas e islas de infortunio, bolsas de riqueza y bolsas de pobreza, círculos de luz y círculos de sombra, todos igualmente amurallados y defendidos por corpulentos e impasible shuachimanes, (que es como llaman en Perú a los watchmen, vigilantes o guardias de seguridad).

A medida que se borran las fronteras por arriba, reaparecen por abajo, separando la luz de las tinieblas; el paria, del brahmán; el whasp, del negro o del hispano.

Y a medida que se desarman los Estados (y a la espera de que llegue un nuevo Augusto -o un nuevo Nerón- a poner orden en el Cáucaso, en Asia Central, en Ruanda, en Yugoslavia), se hace acopio de ametralladoras y morteros de las dachas, desfilan en uniforme de combate los rancheros de Oklahoma, entona un grupo de hooligans el peán y forma de nuevo el somatén: se rearma en suma la sociedad civil, el único colectivo de esta época -una época liberal, demasiado liberal, fanáticamente liberal que está libre de crítica y sospecha, la infalible (y explosiva) panacea contra los excesos bolcheviques, jacobinos, ilustrados.

Carlos Trias es escritor.

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