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Nacionalidad y ciudadanía

Imaginemos que nada más pasar el año 2000, como nos aseguran, África supere los 1.000 millones de habitantes; 200 millones de magrebíes; 100 millones de turcos; el Mediterráneo convertido en una de las principales cuencas planetarias de vitalidad económica, social y cultural... Imaginemos que de Haifa a Tánger se implanten nuevas potencias industriales en el entramado de una colosal fuerza de trabajo que haya asimilado las tecnologías y métodos asistidos por ordenador, mientras Europa septentrional continúa, con toda probabilidad, declinando demográficamente y tal vez en su economía...¡Escenario inquietante, y llamado, si esto se confirma, a perturbar seriamente gran número de posiciones adquiridas en Europa! A menos que ésta se decida a tiempo y vuelva la mirada hacia esa nueva África, como hoy Japón hacia las potencias costeras del mar de China. A menos que Francia se decida, dando un giro espectacular, a abrir de par en par sus fronteras a esas fuerzas vivas de ultramar en plena gestación y que la solicitan -por suerte para ella- de todas partes. ¡En verdad que Europa y especialmente Francia ganarían mucho con flexibilizar rápidamente su manera de considerar las cosas en materia de acogida a los extranjeros que vienen del Sur? La imagen de un Tercer Mundo hambriento y analfabeto, por muy dramática y apremiante que siga siendo, está llamada a desaparecer, y acaso más aprisa de lo que se cree, ante el efecto conjugado de las revoluciones tecnológicas, biológicas y de comunicación que están cambiando ante nuestros ojos los antiguos modos de producir la vida, la sociedad y la subjetividad.

El racismo y el resurgimiento de los nacionalismos constituyen, por parte de las poblaciones humanas, dos respuestas paradójicas a esos procesos acelerados de transformación, dado que siguen siendo mal comprendidos por ellas, están mal articulados al socius primario y, por consiguiente, son a menudo interpretados como amenazas, lo cual trae consigo un repliegue sobre unas identidades colectivas más o menos artificialmente reconstituidas. Frente a la amplitud de estos fenómenos, a los que calificamos de reterritorialización subjetiva, hasta las mentes más abiertas se sienten como paralizadas. Mientras que hace algunos años era todavía frecuente oír reivindicar la igualdad de derechos para los inmigrantes y la urgencia de concederles el derecho al voto, en la actualidad el debate ha vuelto a cerrarse sobre la nacionalidad y su código. Temible repliegue, sobre el que uno puede preguntarse si no irá destinado a atajar de golpe todo aquello que hubiese permitido salir de la alternativa simplista de ser o no ser francés. Pero, ¿dónde, cuándo y cómo se empieza a ser francés? ¿De qué manera se puede evolucionar? ¿Cómo conciliará un individuo, por ejemplo, el hecho de sentirse al mismo tiempo francés, bretón, europeo y entusiasta de la cultura rock cosmopolita?

Correlativamente a la restricción tradicionalista, conservadora y hasta neofascista, al abordar estas cuestiones, adecuadas en lo sucesivo al nuevo auge de seudoevidencias incisivas, asistimos no sólo a una reducción de los derechos sino asimismo a uña verdadera inestabilidad del estatuto moral e imaginario de los extranjeros que viven en Francia y, más aún, de todas las personas -comprendidas las de nacionalidad francesa- consideradas como extrañas por no disfrutar del color de piel que atribuyen a nuestros antepasados presuntamente galos o del acento parisiense estándar con el cual se supone debe hablarse nuestra lengua. Para refrenar semejante desvarío, de múltiples implicaciones -en muchos campos, un mínimo de realismo debería imponer que nos atuviéramos a la ley de 1973, es decir, al respeto del ius soli y a la posibilidad, lo más amplia posible, de adquirir la nacionalidad francesa. Hagamos caso omiso de las reacciones sobre el enunciado de la fórmula elegida: el procedimiento más sencillo será en este caso el mejor.

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En cuanto a lo demás, nos parece inútil tratar de mejorar los textos mientras no se haya sometido a discusión la amalgama ciudadanía-nacionalidad, que se ultimó en el seno de la concepción napoleónica del Estado-nación. Ahora que los flujos migratorios no cesan de adquirir importancia en todo el planeta, cuando manifiestamente no podrá ponerse un término a dramas que tienen un nombre como Irlanda del Norte, País Vasco, Cárcega, etcétera, a no ser promoviendo una Europa de Provincias Unidas -única entidad capaz de plantar cara a Estados Unidos y a la Unión Soviética-, ¿por qué no considerar de manera distinta el ejercicio de la ciudadanía y el de la nacionalidad? Lo que importa para ser un ciudadano es vivir, trabajar y amar en un territorio dado. La nacionalidad es algo muy distinto, que alcanza dimensiones cuyos contornos son mucho menos evidentes. Hay que dar prioridad, pues, al derecho de residencia, de ejercicio de poder y de respeto humano para esas masas que hoy carecen de lazos cívicos y que proliferan en nuestras ciudades, como los esclavos de las ciudades antiguas, dependiendo de su patrón, del propietario de su casa y de los policías de su barrio, sin que se les reconozca ninguna influencia de ciudadanía sobre los espacios sociales que les conciernen.

Que el legislador estudie -antes que el código de la nacionalidad- la forma de establecer una ciudadanía con todas las ventajas y derechos que sea posible reconocer a los residentes extranjeros que trabajan en Francia desde hace varios años y a los jovenes que al llegar su mayoría de edad eligen renunciar a su derecho de ser franceses, así como también -no nos olvidemos de ellos- a los refugiados políticos. Podría ser una especie de ciudadanía eventual: esos hombres y esas mujeres firmarían un contrato para participar, en colaboración con la población francesa, en el buen fiuncionamiento del conjunto de instituciones sociales. En resumen, un sistema flexible, una ciudadanía multiforme, mucho mejor adaptada a las necesidades de nuestra época.

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