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COLUMNA
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Eres la fantasía del hombre que te desea

A los 23 años me hice con un piso pequeño de baldosas hidráulicas y conocí al típico músico que cree rebosar talento y merecerlo todo

'Susana y los viejos', de Artemisia Gentileschi.
'Susana y los viejos', de Artemisia Gentileschi.Artemisia Gentileschi

A los 23 vivía en Valencia, en el típico pisito de Ruzafa pegado al mercado. Pude pagar la entrada gracias al empecinamiento en que se transforma mi deseo cuando aparece con fuerza y porque no existía gentrificación alguna. Quería dinero para poder meter mi cuerpo en un quirófano. En aquella época, en mi tierra, no era raro que los padres regalaran una liposucción a la hija por su 18 cumpleaños, y como los míos no estaban por la labor, volqué la energía en trabajar en una exposición de pintura. Las ventas fueron bien, pero después tuve miedo, así que destiné el dinero para hacerme con un piso pequeño con unas baldosas hidráulicas que miraba maravillada como si fueran un tesoro milenario. Fue mío durante poco tiempo, porque conocí al típico músico que cree rebosar talento y merecerlo todo, y el típico músico sin talento se instaló en mi casa. Ocupó el espacio y poco a poco empezó a decidir qué ropa podía ponerme y con quién podía juntarme. Era evidente que mi pintura era menos importante que sus canciones, así que nuestra vida empezó a girar en torno al proyecto artístico de él.

“Somos la fantasía del hombre que nos desea”, leí hace unos días, y el episodio que intento relatar se convierte en una historia diferente a la que llevo contándome desde hace 20 años. Mi casa dejó de ser mía. Mi cuerpo también. Lo mismo sucedió con mi deseo y con mi dinero. No es que estuviera totalmente cegada de amor y aquello no activara una alarma, pero justamente en nombre del amor decidí que aquello debía ser normal. “La enajenación amorosa ha ido adquiriendo con los siglos una naturalidad de la que no gozan otras formas de locura consideradas patológicas”, seguía leyendo, y la historia todavía se tornaba más siniestra. En mi normalidad, que se veía interrumpida por gritos, por golpes y por estribillos que amenazaban con enterrarme en el desierto o con follarme sobre cables de alta tensión, seguía mirando aquel suelo maravilloso y soñaba con derribar el pladur del techo para recuperar la altura original y descubrir si había vigas de madera. Compré un mazo y golpeé el techo, un trozo cayó de golpe y se estrelló contra el suelo. El joven músico se volvió loco, pensaba que íbamos a morir ahogados por el polvo. Hasta que se quitó las gafas.

Muchos años después, sin situaciones ridículas ni golpes en paredes ni zonas blandas, entendí que las mujeres hemos pasado gran parte de nuestro tiempo viviendo con la luz apagada y polvo en los cristales. Llegué a esa conclusión después de que mi acompañante dedicase el grueso del tiempo del que disponíamos a comentar la pequeña zona luminosa superior de una pintura. Yo miraba entusiasmada el resto de la tela, la zona que quedaba en penumbra. Los arrastrados. La materia seca velada con aceites. Los maravillosos empastes que construían caminos y hierbajos. Pensé que ese lugar oscuro era el lugar que me obligaba a ocupar con comodidad a pesar de ser, evidentemente, una cárcel.

Disculpad la extensa introducción, pero salvando las distancias y sin querer ofender la inteligencia de la autora a la que voy a referirme, la amalgama que en mi memoria construyen el polvo, los golpes, el escombro, la oscuridad, el cuerpo propio a punto de ser abierto sin fundamento con un bisturí, la privación de lo ganado con esfuerzo y lo complejo de romper con la prohibición absoluta de apartarse del camino que, como mujeres generadoras de deseo, nos corresponde recorrer, me parecía una buena y rolliza metáfora para escribir que Hombres fatales, de Elisenda Julibert, es un ensayo magnífico que hombres y mujeres deberíamos leer para salir de las tinieblas de la normalidad. Revisando historias que de antemano podríamos pensar que no pueden dar más de sí (Artemisia Gentileschi, Carmen, Lolita) desenmascara con lucidez “la falacia de atribuir al objeto deseable una fatalidad que solo puede ser el resultado de una determinada forma de desear del sujeto”. La autora enfoca la mirada, limpia el cristal de mugre y desentraña un tópico. Nos hace cambiar el punto de vista y nos descubre un mundo nuevo. Limpio, sí, con el aire más puro. Pero no por ello libre de peligros.

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