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Sergio Ramírez: “Mi vida ha estado jalonada por el cambio constante y la sorpresa del siguiente paso”

El escritor nicaragüense repasa su vida con ocasión de sus 80 años y reflexiona sobre sus dos exilios: el que sufrió por enfrentarse a Somoza como dirigente sandinista y el que padece hoy por oponerse a Daniel Ortega

Sergio Ramírez, escritor nicaragüense
El escritor nicaragüense Sergio Ramírez, en Ciudad de México.Hector Guerrero
Francesco Manetto

Ese día el Ejército de Somoza cargó contra una manifestación de estudiantes que desfilaba por la ciudad nicaragüense de León. Era la tarde del 23 de julio de 1959. Los militares empezaron a disparar y, en medio del humo de las bombas lacrimógenas, Sergio Ramírez logró deslizarse por la puerta de servicio de un pequeño restaurante. Subió hasta el segundo piso y cuando remitió el estruendo se asomó al balcón. Lo que vio entonces nunca se fue de su retina. La represión dejó cuatro muertos y más de 60 heridos. Esa masacre es más que un peldaño en la memoria del escritor, que este viernes 5 de agosto cumple 80 años. Es una imagen del horror captada por unos ojos adolescentes que todavía, de vez en cuando, regresa.

Esta es una conversación que bucea en los recuerdos y en el pasado, pero también orilla el presente. El ganador del Premio Cervantes repasa su vida y reflexiona sobre sus dos exilios: el que sufrió por enfrentarse a Somoza como dirigente sandinista y el que padece hoy, desde hace más de un año, por oponerse a Daniel Ortega y Rosario Murillo. Ramírez se conecta con EL PAÍS por videoconferencia. Lleva seis décadas escribiendo, un tiempo, afirma, marcado por el cambio constante, la incertidumbre y la sorpresa. Quizá lo único planificado en su trayectoria tras salir de su pueblo natal, Masatepe, fueron los estudios de Derecho. Hasta que decidió emprender otro camino.

Pregunta. Escribió que se ve como “un abogado en abstracto”. ¿Qué quería ser a los 20 años?

Respuesta. Yo realmente me fui habituando a la idea de mi padre, que me dijo desde niño qué debía hacer: tenía que ser abogado. Vengo de una familia bastante grande y la de mi padre era una familia de músicos pobres. Él no había querido aprender a tocar ningún instrumento y se había dedicado al comercio. Para él era un orgullo que yo fuera el primer profesional que saliera de esa familia. Un día se me ocurrió decirle que un amigo se había ido a Chile a estudiar periodismo, porque en Nicaragua no se daba esa materia. Claro, el periodismo es bueno, pero no es ninguna profesión liberal... Yo creo que uno se echa al agua del río de la vida. A esa edad encontré en el derecho lo más próximo a las humanidades. A nadie en ese tiempo se le ocurría que su oficio o su profesión, su manera de vivir iba a ser la de escritor. No era ninguna profesión. Menos en un país como Nicaragua.

P. ¿Qué era entonces para usted la escritura?

R. Para mí era una afición vital. Contar historias era una necesidad, pero no era una alternativa en mi futuro ser solo escritor. Antes de graduarme había pasado a trabajar con el rector, que fue muy decisivo en mi vida. Era su secretario, bajo el título de jefe de Relaciones Públicas de la Universidad, su asistente personal. Viajaba con él a Managua y en determinado momento, como ocurre con los maestros, me dijo ‘yo no tengo nada más que enseñarte, te tienes que ir de Nicaragua’. Y él arregló para que me fuera a vivir a Costa Rica para trabajar en el Consejo de Universidades de Centroamérica. Eso cambió mi vida.

P. ¿Cómo se lo contó a su padre?

R. Él tenía una tienda de abarrotes que ocupaba una pieza muy grande en la esquina de la casa. Y me decía ' voy a dividir la tienda de abarrotes, la voy a reducir para que en la otra mitad pongas tu oficina de abogado’. Me seguía viendo como abogado ejerciendo en un pueblo de 4.000 o 5000 habitantes. Entonces, de alguna manera, el hecho de que yo me fuera a Costa Rica para él significaba un paso adelante. Era un ascenso en la vida.

P. ¿Y recuerda el momento en que le dijo que quería dedicarse a escribir?

R. Publiqué mi primer libro de cuentos cuando tenía 20 años, antes de graduarme, en el año 63. Nunca he tenido una reacción negativa de su parte. Cuando le di el libro, lo tomó en sus manos y dijo ‘mirá, ahora tenés que escribir una novela’. Porque claro, él siempre estaba viendo hacia adelante. Era un libro de cuentos y en las categorías que estaban en la cabeza de la gente la novela era más importante. Pero en ese tiempo mi propósito era ser solo cuentista. Me hice novelista mucho después, ya viviendo en Costa Rica, en el año 67.

P. Con Tiempo de fulgor, que escribió en Costa Rica, una novela sobre el cambio.

R. Para mí era el cambio de vida de alguien que va de un pequeño poblado a la metrópoli, que en términos nicaragüenses era León. Eso se da mucho en la literatura, el viaje... Del pequeño pueblo a la metrópoli. Comencé a escribir esa novela y en el camino me fui encontrando con lecturas que yo no había hecho. Me fui encontrando con Rulfo y al final con Cien años de soledad.

P. ¿Y cuán importante es para usted la idea de cambio?

R. Viendo hacia atrás, he vivido en constante cambio. De Masatepe a León. Luego el traslado a Costa Rica. Nos casamos [con Gertrudis Guerrero Mayorga] un 26 de julio y ese mismo día del año 64 nos tomamos el avión y fuimos Costa Rica. Vivimos en Costa Rica una primera temporada de 10 años. Luego nos fuimos a Berlín y regresamos de Berlín. Yo quería regresar a Nicaragua y no pude. Nos volvimos a Costa Rica y de Costa Rica volví a Nicaragua en el año 78 por la aventura de la lucha contra Somoza. Y bueno, luego de Nicaragua, ahora, a Madrid. Mi vida ha estado jalonada por el cambio constante. Y por la sorpresa del siguiente paso. Con esa incertidumbre de que el paso que iba a dar no estaba en el horizonte, lo único que estaba en el horizonte es que yo iba a estudiar Derecho en León.

P. Dos exilios. ¿Cuáles son las diferencias?

R. Mi exilio en Costa Rica empieza realmente cuando, en el año 77, la Fiscalía de Somoza ordena la prisión contra mí. Eso me pone en una situación parecida a la que me encuentro ahora. La diferencia es que entonces esa orden de prisión está dictada contra todo el Grupo de los 12, en el que yo participaba, y decidimos regresar a Nicaragua a enfrentar la orden de prisión de Somoza. Somoza no quería dejarnos entrar y al final se vio obligado a dejarnos entrar, pero tampoco nos detuvo nunca. Las circunstancias políticas no se lo permitían. Yo pasé el 5 de julio a Nicaragua, y fuimos recibidos multitudinariamente, hasta el 22 de agosto, cuando fue la toma del Palacio Nacional. Entonces sí pasé a la clandestinidad en Managua durante varios meses y luego regresé a Costa Rica. Hoy la orden de prisión es la misma. Hoy en día yo cuento aquel exilio a partir de la orden de prisión como lo cuento a partir de la orden de prisión ahora, con la diferencia que nada me ha motivado para regresar a Nicaragua a enfrentar un juicio, sabiendo que si Somoza me dejó en la calle, Ortega no me va a dejar en la calle.

P. ¿Qué pensó esta semana, cuando el régimen de Ortega asedió una iglesia rural?

R. La agresión contra la Iglesia tiene raíz en la idea de que el régimen tiene su propio poder y debe seguir consolidando ese poder a costa de cualquier cosa, dejando atrás cualquier tipo de conveniencia política. Por otro lado, la persecución o el resentimiento contra la Iglesia comienza desde antes de 2018, cuando la Conferencia Episcopal envía a Ortega una carta, con una especie de pliego de demandas, poniendo por delante el restablecimiento la democracia, la elección libre y el respeto a los derechos humanos, la alternancia en el poder. Ortega recibe esa carta durante una reunión con la Conferencia Episcopal en la Nunciatura Apostólica, en Managua, y eso crea una gran furia en él y en su mujer. Y luego, cuando explota la insurrección en abril del 2018, tiene que recurrir a la Iglesia para poder armar un diálogo nacional hasta que Ortega comienza a culparla de todo lo que está ocurriendo. A monseñor Báez, a monseñor Álvarez, que son las dos grandes némesis.

Ramírez, en una imagen de archivo en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en 2021.
Ramírez, en una imagen de archivo en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en 2021.Hector Guerrero

P. ¿Logra imaginarse una salida a la crisis que está sufriendo Nicaragua?

R. No, no veo esa salida. Yo veo a alguien que está excavando, con una idea muy equivocada del poder, una idea alucinada del poder. Está excavando hacia abajo, haciendo más grande el hueco en que se está metiendo. Cuando era niño recuerdo las historietas cómicas de un personaje que comenzaba a pintar el piso con una brocha hasta que se quedaba en una esquina y ya no podía salir. Esa es la impresión que tengo. Todas estas medidas represivas de intolerancia, que van desde la persecución contra la Iglesia, declarar non grato al embajador de los Estados Unidos, que ni siquiera ha sido confirmado... Es una especie de arrogancia absoluta, de poder que desprecia todos los elementos de la política real. El Papa nunca va a decir nada por mucho que metan preso a un cura. Tiene a tres curas presos, acusados de delitos comunes, de agresiones sexuales, que todo el mundo sabe que son falsos. O Estados Unidos: sus medidas van a seguir siendo limitadas. La agresividad con España. Bueno, ahora enviaron a una nueva embajadora y la señora Murillo la recibió con vítores y tambores. Piensan que todo es enmendable, que todo se puede arreglar o hacer lo que quieran en este plan alucinado de consolidación absoluta del poder.

P. ¿Tiene un recuerdo recurrente?

R. La tarde del 23 de julio de 1959, cuando el Ejército de Somoza disparó contra la manifestación de estudiantes en que yo participaba. Hubo cuatro muertos y más de 60 heridos en una calle de León. Y claro, yo soy sobreviviente de esa masacre. Tengo la visión muy exacta. El pelotón que cerraba la calle comenzó a lanzar bombas lacrimógenas. Puedo ver las latas rojas de las bombas lacrimógenas estallar en la calle y humear. Me metí por el portón de servicio de un restaurante pequeño. Subí al segundo piso, salí al balcón cuando habían cesado los disparos y vi a los heridos y a los muertos tendidos en la calle. Ese es un recuerdo persistente y muy concreto. Es como un pedazo de film que quedó allí.

P. Usted viene de una familia de músicos y ha escrito sobre cultura gastronómica. ¿Tiene una magdalena musical o culinaria, hablando en términos proustianos?

R. Mi pieza musical preferida es el Triple concierto de Beethoven. O La trucha, de Schubert, por ejemplo. Cuando escribo pongo música, aunque música de cámara. La orquesta sinfónica me distrae mucho. Eso en la música clásica. Pero nunca olvido que en esas tardes de Masatepe, que eran tardes desiertas, de soledad, silenciosas, había un vecino que tenía una vitrola y ponía Dos gardenias, ese bolero que a mí se me quedó metido en el oído desde la infancia. Cuando escucho Dos gardenias, me acuerdo de esas tardes desoladas y esa vitrola sonando.

R. ¿Tiene una receta o un plato que le evoque algo especial?

R. El plato más suculento de la cocina nicaragüense, que tengo mucho tiempo de no probarlo, es la carne en vaho, una carne al vapor que tiene seguramente raíces africanas. Es un envoltorio de hojas de plátano, donde se pone cecina salada y secada al sol junto con plátanos verdes, con todo y la cáscara, y trozos de yuca. Todo eso se envuelve y se pone a cocer al vapor en una olla de barro. Cuando ese envoltorio se abre, el perfume es extraordinario.

P. ¿A qué lectura le gusta volver?

R. Siempre regreso a El Quijote. Cuando tuve que salir de Nicaragua, había mandado hacer un atril para la edición de El Quijote que con motivo del Premio Cervantes me regaló la Universidad de Alcalá, muy grande, muy hermosa. Pensaba poner este libro en el atril para poder abrirlo por cualquier parte y leer un párrafo de pie. Estoy muy familiarizado con El Quijote, de modo que puedo entrar a esa enorme casa con tantas puertas y ventanas por cualquier puerta o meterme por la ventana. Aunque no puedo citar párrafos enteros de El Quijote, sí puedo citar poemas enteros de Rubén Darío. Porque los aprendí más de niño.

P. Cumple 80 años. ¿En qué reflexiona?

R. En lo que Quevedo en su soneto Miré los muros de la patria mía, que es un poema muy hermoso sobre el “báculo más corvo y menos fuerte”. Yo procuro no apoyarme en el báculo. Tengo un problema de rodilla, el ortopedista me dijo que tenía que usar un bastón para caminar. Pero yo el bastón lo pierdo, lo olvido, lo dejo en los restaurantes y en los trenes.

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Francesco Manetto
Es editor de EL PAÍS América. Empezó a trabajar en EL PAÍS en 2006 tras cursar el Máster de Periodismo del diario. En Madrid se ha ocupado principalmente de información política y, como corresponsal en la Región Andina, se ha centrado en el posconflicto colombiano y en la crisis venezolana.

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