Lo que cuesta ser fan de Taylor Swift
Se mantiene la ilusión de un contacto personal mientras que su equipo decide lo que debemos saber sobre ella
Recibo un correo donde se me informa que buscan al “mayor fan de Taylor Swift para ofrecerle el pack más insane y exclusivo del mundo”. Con ese encabezamiento se me ocurre que puede tratarse de una parodia de El Mundo Today. Pero no: un muy céntrico hotel madrileño ofrece dos días de alojamiento-todo-incluido en su Suite Presidencial para una pareja, con dos “entradas VIP palco al concierto de Taylor Swift [del] 30 de mayo” y detallitos como un “pintalabios color Taylor”. Coste: 30.000 euros. ¿Les parece muy caro? Vaya, pueden quedarse en una de las suites menores del establecimiento: idéntico tratamiento allí solo cuesta 22.000 euros.
Mmmm, el mensaje parece dirigido a un cliente masculino: creía que el público seguidor de Taylor era mayormente femenino. Acudo a mi observador favorito, el quiosquero del barrio. Tiene el pulso del mercado: ahora mismo vende —”están saturando el mercado”— una docena de monográficos de la cantante, en inglés y en castellano. Me explica que atraen especialmente a chicas, aunque hay algunos chicos fervorosos. Le cuento lo de la oferta hotelera y tuerce el gesto: “No nadan en dinero precisamente. Suelen venir con la madre, que ayuda a seleccionar y termina pagando”.
Son conocidos como swifties. Se identifican con su juvenilismo: Taylor tiene ahora 34 años pero luce más tierna que cuando comenzaba, escondida bajo una cascada de cabellos rubios rizados, pura estética de Nashville. Esa ha sido el plan maestro de la Swift: evolucionar del country hacia el rock, el folk, el indie y la electrónica, desembocando en ese gran caldero que es el pop universal. Una deriva nada improvisada: durante la pasada década, hasta contrató los (caros) servicios del Rey Midas sueco, Max Martin, como productor y coautor.
Para los swifties, funciona como hermana mayor y, vaya, como objeto del deseo. En tiempos más contraculturales, habría sido mirada con sospecha: no puede decir que sufriera por su arte. Tras los inevitables tropiezos de principiante, todo le salió rodado: hija de una familia próspera, que se mudó a la capital del country para facilitar su vocación (el padre incluso invirtió en Big Machine Records, la discográfica que eventualmente fichó a Taylor). Pero el relato enfatiza lo que ocurrió cuando rompió con Big Machine; al perder sus seis primeros álbumes, decidió irlos regrabando como las Taylor’s version, según expiraban los derechos de exclusividad de la citada discográfica. Me cuesta pensar en un caso de celo semejante en la defensa de su obra por parte de un artista triunfal.
No obstante, el argumento central de Taylor Swift es la conexión entre su repertorio y una vida amorosa, puntualmente amplificada por los medios. El diario íntimo se materializa en canciones que, se supone, reflejan sus expectativas y ansiedades. El milagro consiste en la idea de que Taylor mantiene un contacto tú a tú con los millones de swifties, de los que se espera que descodifiquen cada estrofa.
Un equipo hiperprofesional se ocupa de mantener la llama con un merchandising abrumador más la difusión de cada récord numérico y cada emparejamiento romántico (controlan también, sospecho, las numerosas entradas de Taylor en Wikipedia). No me extrañaría que monitorizaran la satisfacción de la pareja que pagará 30.000 euros por la versión deluxe de la Experiencia Swift.
Babelia
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