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Reportaje:EL PLACER DE LEER

Nuestros clásicos

EL PAÍS publicará desde el próximo domingo 50 títulos indispensables de la literatura española

¿Leer a los clásicos? ¿Esos petardos? ¿Es que no hemos tenido suficiente con la tortura a que nos sometieron en el colegio a cuenta de las clases de literatura? ¿Es que los años no pasan en balde? Porque lo cierto es que, a medida que se alejan de nosotros en el tiempo, los clásicos, nuestros clásicos, se convierten de dificultosos en ininteligibles. El conocimiento de los clásicos es una especie de obligación nacional que, en el fondo, no creemos necesario cumplir debido a su solemne estatus de patrimonio, es decir, de lo que está ahí sin necesidad de nuestro esfuerzo. Son patrimonio nacional. La desatención a los clásicos españoles me recuerda esa situación en que uno sale de viaje fuera de su ciudad y no perdona museo, mientras que a los de la suya va, si va, muy de pascuas a ramos porque, total, como está al lado... Nunca se encuentra tiempo, pero, eso sí, que nadie hable de mi ciudad y mi museo (Madrid y el Prado, por ejemplo) sin atreverse a decir que no lo conoce porque, como en la religión, una cosa es no ser practicante y otra que te toquen al patrono de tu tierra. Lo mismo ocurre con la Sagrada Familia o con la procesión del Rocío. En fin, que es una cuestión de patriotismo más que de contacto real. Lo mismo que la existencia de los clásicos. Están ahí, en su catafalco, en nombre de la patria. ¿O no?

El Arcipreste de Hita era parecido a lo que hoy llamaríamos "un cachondo"
El alcalde de Zalamea o Segismundo son más nuestros que nuestros propios parientes

Los clásicos, que habían vivido una Edad Media dedicada a construir, entre otras cosas, el idioma y a contar lo que pasaba mientras lo iban perfeccionando, empezaron a preocuparse por el Imperio que se resquebrajaba y que amenazaba caer sobre la nación misma y acabar por encerrarla y ahogarla en su propia incuria y dejadez. Donde el Arcipreste de Hita (que era un personaje bastante parecido a lo que hoy llamaríamos "un cachondo") animaba a folgar con mujeres y a reírse de la muerte para defenderse de ella, el refinado Marqués de Santillana, viniendo de Sierra Morena, pasaba por Soria y requebraba a una vaquera que se hallaba en el camino, vaquera que le da un corte con toda gracia ("que ya bien entiendo / lo que deseades: / non es desseossa / de amar, nin lo espera, / aquessa vaquera / de la Finojosa"); un suceso de la vida medieval cuya gracia está doblada por ese castellano aún parco que le da una maliciosa inocencia a la escena.

Pero en el Barroco, los intelectuales de la época empezaron a preguntarse por qué, si éramos un país bandera de Dios y de la Religión Católica, se nos estaba derrumbando el Imperio. Un Imperio que no dejó de rodar cuesta abajo hasta llegar a la triste y dramática pérdida de Cuba por la propia incuria de la decadencia; un Imperio que se redujo progresivamente a ser un país oscurecido y olvidado que tuvo que pasar por el trago de remedar la Historia como farsa durante los treinta y seis años de cuartel y mesa camilla que siguieron a la tragedia de la Guerra Civil.

Así que las cañas de nuestra literatura medieval se tornaron lanzas cuando los grandes clásicos de la época (que en la suya aún no lo eran y estaban revueltos con pomposos, pelmazos y lameculos, más o menos como hoy) se pusieron a mirar este país de frente. La formidable creación de un espacio de pensamiento en la ficción que consigue Calderón de la Barca con La vida es sueño, la puesta en cuestión de los valores medievales periclitados que hace Cervantes y su invención de lo literario como realidad autosuficiente, la denuncia política que sin miedo planta Quevedo en el mantel del Conde Duque ("No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo") o el sarcasmo con que contempla la doblez de su sociedad ("Poderoso caballero / es Don Dinero") no son sino formidables y duraderas expresiones del hombre ante la vida además de la inevitable continuación de la denuncia que es la constatación del desastre; cuando todo se pierde, la reacción es el lamento que responde al desaliento del clásico ("Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados") o al hartazgo de la falsedad con que se inicia la Epístola moral a Fabio ("Fabio, las esperanzas cortesanas / prisiones son do el ambicioso muere"). También están en ellos los rasgos de carácter que nos han acompañado hasta nuestros días, como el concepto del honor en El alcalde de Zalamea o el de la justicia y los iguales en Fuenteovejuna. En otras palabras: antiguos o modernos, sus obras contienen la parte más viva de nuestra tradición, ese camino por el que hemos llegado a ser los que somos.

El alcalde de Zalamea, el pueblo de Fuenteovejuna, el príncipe Segismundo... son aún más nuestros que nuestros propios parientes, y lo son por razón de vida, de pensamiento y de sentimiento, porque nuestras actitudes y criterios aún pertenecen a ellos, o derivan de ellos o, incluso, se definen contra ellos. Sin embargo, apenas nos acordamos más que de sus nombres como una referencia, con la misma inercia con que se menciona un refrán a propósito de un incidente. Puede que sea el lenguaje hoy arcaico de los más lejanos el que más nos detenga. Puede, pero no debe, porque a mí me parece más difícil descifrar un sms que un poema de Góngora. Recuerdo una conversación escuchada en el autobús a dos estudiantes, uno de los cuales trataba de pasar al otro una clave de recordatorio de cara a un examen inmediato y le decía: "O sea, que a Góngora lo que le pasaba es que se hacía la picha un lío con las palabras, y a Quevedo, en cambio, se la hacía con los conceptos". Yo estoy convencido de que nadie hará volver a estos dos adolescentes sobre Quevedo o Góngora, pero lo indiscutible es que alguien les había llevado por el camino contrario a la lectura. Nuestra pereza viene, pienso, de esa mala costumbre nacional de apreciar mucho más un gesto que una idea, una frase ingeniosa más que un pensamiento. Siempre esa vieja máxima de evitarse la fastidiosa tarea de pensar aplicada a la tarea de leer. Pero es que los clásicos, nuestros clásicos, son tan importantes porque son nuestra referencia. Y nada como leer a los más cercanos -que hacen de puente con los lejanos- para comprender hasta qué punto son necesarios para nosotros. Lo que pasa es que hay que merecerlos.

Italo Calvino, una especie de geniecillo maravilloso, lúcido y burlón de la literatura del pasado siglo, al que le hubiera encantado vivir en una seta, italiano nacido en Cuba, escribió un breve texto titulado Por qué leer a los clásicos. O sea que, como se ve, el problema no es sólo nuestro. En dicho artículo enumeraba una serie de razones por las que se debe -subrayo se debe y hago mía esta exigencia- volver a los clásicos. De las razones, catorce en total, voy a tomar una en préstamo; sólo una, porque con ella vamos sobrados. La razón la enunciaba así: "Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir". O sea, como la vida misma para las personas inteligentes y curiosas y sensibles.

Rosalía de Castro y Emilia Pardo Bazán.
Rosalía de Castro y Emilia Pardo Bazán.
Carmen Laforet.
Carmen Laforet.
Federico García Lorca.
Federico García Lorca.

La biblioteca imprescindible

Si la literatura es, como dicen, el relato de la vida privada de los pueblos, la colección Clásicos españoles se nutre de una intrahistoria que se extiende desde la Edad Media hasta el siglo XX, es decir, desde el Poema de Mío Cid -uno de los hitos fundacionales de la lengua española- hasta Nada -el descarnado retrato que Carmen Laforet hizo de la intemperie existencial de la posguerra-. Tras La Celestina, que se regala con EL PAÍS el próximo domingo 16 de enero, esta biblioteca imprescindible continúa el lunes, el martes y el miércoles de esa misma semana con tres títulos básicos en nuestro canon literario. Por un euro, y comprando el periódico del día correspondiente, podrán adquirirse Don Juan Tenorio, de José Zorrilla; La colmena, de Camilo José Cela, y el anónimo Lazarillo de Tormes. Sin olvidar los artículos periodísticos de Mariano José de Larra ni las memorias de Rafael Alberti en La arboleda perdida, todos los géneros estarán representados con sus mejores nombres. Entre los novelistas, Quevedo (El Buscón), Clarín (La Regenta), Benito Pérez Galdós (Fortunata y Jacinta) o Pío Baroja (El árbol de la ciencia), con un guiño al Cervantes de las Novelas ejemplares en un año tan cervantino. Por su parte, el teatro estará presente con autores como Lope de Vega, Calderón de la Barca o Moratín, y la poesía con, entre otros, Garcilaso de la Vega, San Juan de la Cruz, Luis de Góngora, Gustavo Adolfo Bécquer y Federico García Lorca.

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