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LIBROS
Columna
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Perlas en un pentagrama

'Examen de ingenios', de Caballero Bonald, es una memoria de atrevimientos, fresca, desafiante, radical

Juan Cruz
José Manuel Caballero Bonald, en su casa de Madrid.
José Manuel Caballero Bonald, en su casa de Madrid.Gorka Lejarcegi

Hay cuadros en los que está retratado José Manuel Caballero Bonald en distintas glaciaciones seculares; hay un tipo de la Edad Media catalana que es como él. En un viejo museo de Nápoles hay otro hombre que parece su gemelo. Esa misteriosa presencia ubicua de Caballero Bonald reside también en la fijeza de la mirada que se advierte en Examen de ingenios. Es el hombre que no para de mirar, como los niños o como los búhos. La suya es (lo fue en Tiempo de guerras perdidas, en La costumbre de vivir) una memoria minuciosa, e implacable. Como poeta es inimitable. Y como retratista también lo es. Es una memoria de atrevimientos, fresca, desafiante, radical.

Vean lo que dice de José Hierro: “Fumaba a escondidas, bebía de tapadillo, escribía de sopetón (…) No se sabía si acababa o empezaba, si se movía o estaba quieto, si vociferaba o susurraba”. Azorín: “Yo soy un hombre vulgar al que no le acontece nada’. Demasiada modestia incluso para el causante de una prosa tan modesta”. Pío Baroja: “Acepto sin reservas, como me ocurre con Galdós, su relevancia histórica o sociológica y su condición de archivo documental dentro del devenir de la comúnmente zafia novela realista española de los siglos XIX y XX, pero su prosa reseca, su pobreza lingüística cercana a la indigencia, su desvencijada sintaxis, su estilo pedregoso (…) me indispusieron sin mayores titubeos con una obra tan válida para costumbristas y afines, pero tan alejada de mis más perseverantes gustos literarios”. Dámaso Alonso: “No es disparatado suponer que había nacido calvo y que se valió de las gafas al mismo tiempo que del sonajero”. Jorge Luis Borges: “Encadenaba juegos de ingenio, retruécanos, maledicencias, con una delectación desazonante. Imposible ensartar el hilo ordinario de una conversación”. Jorge Oteiza: “En el fondo, era un temerario levantador de piedras empeñado en manipular pesos culturales imposibles”. Rafael Alberti: “Más que una osadía, era una displicencia. En realidad, Alberti siempre tuvo de osado lo que le sobró de displicente”. Rosa Chacel: “La anciana escritora era inteligente hasta cuando no quería serlo”. Leopoldo Panero: “Una de esas miradas de cuerpo entero que intranquilizan un poco a los renuentes. La voz era pastosa y grave y remitía a una mezcla de whisky y mantecada de Astorga”. Y Cela, “especialista en la obra de Cela”.

Es un pentagrama fascinante, un libro que en todas partes tiene perlas escondidas bajo una prosa que rechaza imitaciones.

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