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El mundo elusivo de las partículas

La mecánica cuántica es tal vez la teoría científica más precisa, universal y sofisticada. Varios libros se acercan a ella tanto desde la ortodoxia como desde la heterodoxia

Libros Física Cuántica
La galaxia espiral Messier 74, situada a unos 32 millones de años luz de la Tierra.NASA/ESA et al./SWNS / SWNS / ContactoPhoto
Juan Arnau

La falacia racionalista consiste en reducir el entendimiento a la razón. Podemos entender nuestras contradicciones, las contradicciones de los seres que amamos, la contradicción de nuestro tiempo. Podemos apreciar los colores de una selva otoñal, los quiebros de una sinfonía, la lírica de un poema. Todas estas actividades pertenecen al entendimiento y no son racionales. Sencillamente porque no se pliegan a la formalidad del silogismo ni a la lógica simbólica o matemática.

La racionalidad es una facultad imprescindible pero limitada del entendimiento. Por eso el racionalismo como visión del mundo es falso (o mejor, limitante). Pero hete aquí que nuestra civilización lo asumió como el modo en que la realidad se expresaba. La naturaleza habla el lenguaje de las matemáticas, había dicho Galileo. Y Descartes hizo con esa idea una propuesta radical, matematizar las ciencias: la ciencia es una y matemática. Newton profundizó en ese empeño y, con los éxitos de la física, se empezó a confundir esta ciencia con la realidad. Pero esa simplificación, aunque útil, resulta inaceptable. Pasó el tiempo y, a principios del siglo XX, en el seno de la propia física, una ciencia convertida en determinista, surgió una isla de oscuridad. Apareció sin ser convocada, cuando un prusiano investigaba la radiación del cuerpo negro. La constante de Planck cambiaría el mundo para siempre.

La mecánica cuántica es la teoría científica más precisa, universal y sofisticada de cuantas se han concebido a lo largo de la historia de las ciencias. Responde a muchas preguntas y, a su vez, plantea unas cuantas que no ha logrado resolver. Toda buena teoría, como toda buena narración, deja un hilo abierto para que no se detenga la conversación. Tres libros recientes nos acercan a ella. El primero, La ecuación de Dios, repite, con cierto tono mesiánico, una vieja promesa de la física, la teoría del todo. Una teoría que será “nuestra única salvación” y que permitirá leer “la mente de Dios”. Como si una ecuación fuera a sacarnos las castañas del fuego. Una celebración en toda regla de “las maravillas de la tecnología moderna”, que ha descubierto las fuerzas fundamentales del universo (cuatro, en concreto) y que se “acerca cada vez más a desvelar los misterios fundamentales”: qué sucedió antes del Big Bang, qué hay detrás de los agujeros negros o si hay universos paralelos.

Michio Kaku considera que el universo es un lugar bello, ordenado y simple. Las leyes que lo rigen caben en una sola página, aunque el modelo estándar la complica con un muestrario un tanto farragoso de partículas. Siempre me ha fascinado el optimismo de la física. Por un lado, se asegura que más del 90% del universo es materia y energía oscura (no sabemos lo que es). Por el otro, se postulan cuatro fuerzas fundamentales que rigen en todo el cosmos.

Vivimos en un pequeño suburbio de una galaxia menor, somos en esencia provincianos, pero ello no nos impide (como hizo Kant con la ética) postular leyes universales que se cumplen en lugares remotos que ni siquiera podemos imaginar. El delirio ilustrado tiene muchas variantes. A ello se añade que Kaku recurre a una retórica del avance acumulativo del conocimiento científico, que progresivamente “descubre” todos estos misterios, que hará sonreír hasta a los historiadores de la ciencia popperianos.

Los otros dos son libros cuánticos. Uno ortodoxo y otro heterodoxo. El cuántico ortodoxo, bien armado y explicado por Alberto Casas, comete el desliz (perdonable) de reducir la realidad a la física. Cuando un lenguaje tiene un gran poder, tiende a imponer sus significados más allá de sus límites razonables. En el heterodoxo, Wolfgang Smith considera que la física es solo un aspecto de lo real. El ortodoxo cree que la matemática es el lenguaje de la naturaleza. El heterodoxo que solo un modo, entre otros muchos, de interrogarla. Y que ninguna matemática podrá explicar la sensibilidad, como ninguna gramática puede explicar la literatura. El ortodoxo cree que estamos a un paso de desvelar el enigma de lo real (cuando se unifique la relatividad general con la mecánica cuántica). El heterodoxo, que ese enigma nos acompañará siempre, que es la sal de la vida, que es bueno que así sea. Borges lo advirtió: la solución al misterio es siempre inferior al misterio.

El principio de indeterminación ha surgido como una pequeña parcela, ininteligible y oscura, dentro del dominio matemático, que es un reino determinista. La nueva situación no supone un menoscabo de la física. Al contrario, la ennoblece. La determinación y la indeterminación no se oponen en realidad, ni se excluyen, simplemente se complementan. La idea de un universo completamente determinista es quimérica, como también lo es la de un universo completamente impredecible o caótico.

Ambas son las dos dimensiones, horizontal y vertical, del juego cósmico, por desagradable que pueda resultar esto para los racionalistas cartesianos. Desde la Ilustración hasta Max Planck, la Weltanschauung mecanicista, la idea del universo como un reloj, ha sido dominante. Pero el asombroso hecho de que la libertad y la necesidad puedan coexistir, el hecho de que una no excluya a la otra, como ocurre en la práctica artística, convierte al universo en un lugar mucho más interesante.

Los objetos físicos no son cosas en sí (y esto vale también para las estrellas y las galaxias), sino cosas con respecto a ciertos modos de indagación empírica. La física no habla de la naturaleza, sino de nuestras relaciones con ella. El universo no es un conjunto de objetos sino una red de percepciones. Todo está conectado con todo, nos dice el teorema de interconexión de Bell. La idea de la separabilidad ha de revisarse. Las partículas no pueden, no saben, llevar una existencia independiente. Si algún día estuvieron en contacto, la memoria de ese encuentro se conserva. Los fenómenos, como los dioses, son locales, pero la totalidad no lo es.

Smith escribe un libro audaz y, filosóficamente, riguroso. Su lectura de lo real es aristotélica, y se propone recuperar el paradigma hilemórfico, que audazmente conecta con la idea taoísta del yin y el yang. Hay una causalidad horizontal, sucesiva, que sucede en el tiempo; y una causalidad vertical, del aquí y el ahora, de la eternidad del instante (que dirían los poetas), que tiene una de sus manifestaciones en el llamado “problema de la medida” de la teoría cuántica. El hecho de realizar una medición colapsa el “vector de estado”. La función de ondas (una función abstracta de probabilidad superpuesta) adquiere un significado físico cuando se colapsa. Y ese colapso, suscitado por la percepción de un cuerpo vivo, es una manifestación del principio que sostiene y crea, a cada instante, el mundo: el acto puro de Aristóteles. Suena muy loco, pero tiene una lógica aplastante. Así es como Smith resuelve el “problema de la medida”, uniendo, en un mismo coro de voces, a Aristóteles, Prabhakara y Berkeley. La percepción es la luz del mundo. Ella tiene luz propia. Lo demás, los objetos y los sujetos, luz reflejada.

La revolución cuántica

La revolución cuántica

Alberto Casas
Ediciones B, 2023
336 páginas, 21,90 euros
El enigma cuántico

El enigma cuántico

Wolfgang Smith
Traducción de José Antonio Estarelles
Almuzara, 2023
192 páginas, 17,95 euros
La ecuación de Dios

La ecuación de Dios

Michio Kaku
Traducción de Francesc Pedrosa Martín
Debate, 2023
208 páginas, 20,90 euros

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