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TRONO DE JUEGOS
Columna
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¿Es ‘The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom’ realmente el mejor videojuego de la historia?

La nueva entrega de la saga de Nintendo pone patas arriba el mundo digital con una obra rompedora e inabarcable

Link, el protagonista de ToTK, en una de las islas flotantes del gigantesco mapa.Vídeo: Nintendo
Jorge Morla

Ha vendido 10 millones de unidades en tres días, puesto patas arriba el mundo digital y no son pocas las voces que ya lo proclaman como el mejor juego de la historia, pero ¿es realmente tan bueno The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom? Veamos.

En 2017 llegó al mercado The Legend of Zelda: Breath of the Wild, que revolucionó la saga de aventuras por antonomasia de Nintendo y se convirtió, por méritos propios, en uno de los pocos juegos verdaderamente candidatos a mejor juego de la historia. A grandes rasgos, la gran revolución de la aventura con respecto a otras entregas fue que el héroe Link cambiaba el sistema tradicional de mazmorras por un mundo abierto en el que nos dejaba total libertad para completar la aventura. El apartado artístico y la historia tenían más peso que en otras entregas de la saga, pero lo realmente revolucionario fue ese cambio hacia el mundo abierto. Pero mundos abiertos hay muchos, y en muchos videojuegos. Este era especial.

A grandes rasgos, los juegos pueden ser lineales o de mundo abierto. El juego lineal es el que envía al jugador del punto A al punto B, mientras que los de mundo abierto son aquellos que permiten al jugador experimentar. La narración en los primeros es la clásica, como en un libro o una película: artefactos unidireccionales que te cuentan una historia. En los buenos juegos de mundo abierto, sin embargo, la narrativa se vuelve emergente, ya que son los actos del propio jugador los que van cimentando la propia historia, que muchas veces se ramifica. Si el videojuego es el formato creativo más altruista, por cuanto que convierte al usuario en cocreador, los mejores juegos de mundo abierto subliman esa experiencia. Un ejemplo clásico es el Grand Theft Auto, en el que el jugador puede hacer las misiones para seguir la historia que ya está escrita... pero también puede dedicarse a pasar tiempo conduciendo, asaltando comercios o paseando por el mapa; en definitiva, se puede dedicar sencillamente a interactuar con los diferentes sistemas de simulación que el juego propone. Vale decir: escribiendo su propia historia.

En 2017 Breath of the Wild, de alguna manera, superó estos dos conceptos a base de fusionarlos. La clave de aquel juego quizá residía en algo tan simple de pensar como complejo de realizar: tratar al mundo entero como si fuera una mazmorra. Es decir, en el gigantesco mundo de Hyrule no se acumulaban las llanuras o las montañas sin más ánimo que el de ampliar el mapa, como pasa en tantos otros juegos que dejan libertad al jugador, sino que cada elemento orográfico, cada punto del mapa, tenía un porqué. No se explicitaba (no hacía falta que ningún personaje te dijera adónde ir) porque en cada rincón del mundo algo llamaba la atención del jugador: una torre, algo brillante en lo alto de una colina, alguno de los 120 templos que encerraban una prueba. Pero, y aquí está la clave, al ir hacia ese punto que llamaba su atención el jugador se encontraba con personajes, enemigos específicos, coleccionables u otros retos que no estaban distribuidos al azar sino puestos ahí por la mente maestra de un diseñador que, en la sombra, controlaba la experiencia de juego.

Por fuera era un sandbox (una caja de arena, como las de los niños pequeños, la palabra en el argot que designa a los juegos que te dejan jugarlos como quieras) pero por dentro, al jugarlo, uno sentía que toda esa libertad estaba embridada para ofrecer una experiencia más profunda. El juego dejaba jugarlo como cada uno quisiera, pero resulta que, al final, la gran mayoría de jugadores tenían una experiencia similar. Por si fuera poco, al perfecto armazón mecánico el juego añadía un apartado artístico y sonoro (con reminiscencias al Joe Hisaishi del Estudio Ghibli) sencillamente perfecto y una dificultad y duración ajustadísimas para construir una experiencia única.

Y ahora llega su secuela, The Legend of Zelda: Tears of the Kingdom. Y la pregunta es si la espera ha merecido la pena.

Un momento de ToTK.
Un momento de ToTK.

Lo de la espera no es baladí. Seis años son muchos para un juego que usa el mismo cimiento técnico que el anterior y que reutiliza los diseños y gran parte del mapeado. Al menos, eso es lo que se decía antes de su salida. Una vez que ha salido, todo ha cambiado.

Todo funciona, todo es orgánico, los controles son intuitivos; los personajes, decenas de ellos, aportan su grano de arena al puzle común; la historia, que recupera la figura del malvado por antonomasia, Ganondorf, se vuelve, aunque fragmentaria, más compleja, más interesante; el mapa (que se multiplica casi por tres al añadir dos capas verticales: decenas de islas flotantes y mundo intraterreno) se siente más vivo que nunca, más reactivo, nos invita mejor que en ningún otro juego a explorarlo no por obligación, sino por devoción: quiero ir allí, explorar esta cueva, conocer esa ciudad o cruzar el mar porque sé que no son adornos, porque sé que merecerá la pena, que enriquecerá la experiencia.

No es algo que no pase en otras artes cuando hablamos del matrimonio entre el fondo y la forma: una novela puede contar una buena historia, pero solo será una gran novela si la cuenta bien, si tiene una prosa inolvidable. La prosa del Zelda (la prosa de cualquier videojuego) son sus mecánicas y el game feel, lo que se siente al estar jugándolo; y las de este juego son insuperables. Conviene repetirlo: la prosa de este juego es insuperable. Las nuevas mecánicas (someramente: soldar piezas para construir artefactos, traspasar techos, fabricar armas nuevas a voluntad) multiplican hasta el infinito las posibilidades del juego, y no es una exageración. Cada uno de los nuevos templos (hay 152) que hay por el mundo constituyen un puzle perfecto, un desafío intelectual de primer nivel que debemos resolver como mejor nos plazca con los elementos de los que dispongamos. Esos niveles, cerrados, ejemplifican y resumen mejor que nada la filosofía de juego antes expuesta sobre la supervisión en la sombra: haz lo que quieras, pero dentro del espacio que he pensado para ti.

La entrega anterior se sintió como ir al cine en los años cuarenta y que de repente proyectaran, por ejemplo, El Padrino: algo adelantado varias décadas, que abre caminos inexplorados, que maneja todos los registros en grado sumo, que convierte la rigidez estética en libertad formal. Y que, además, es una gozada. Elden Ring, el mejor juego de 2022, absorbió las lecciones del anterior Zelda y las llevó un paso más allá. Y ahora Tears of the Kingdom toma algunas lecciones de Elden Ring (el mundo subterráneo paralelo al de la superficie), en lo que es la constatación de que los videojuegos son objetos dialogantes, que se influyen unos a otros en el apartado mecánico, visual, argumental y, también, en el diseño de los niveles. El videojuego, como artefacto cultural, es un ente vivo que evoluciona; y este Zelda, también, es la constatación de ello. Y quizá su cota más alta.

Dijimos en su día que el videojuego es el medio de comunicación que más y mejor puede transmitir el miedo (más que las películas, más que las novelas). Ahora podemos decir sin lugar a duda que es también el medio que mejor transmite la aventura. La sensación de plenitud aventurera se cristaliza aquí mejor que en ningún otro sitio: la amenaza de los monstruos, los desafíos de las mazmorras, el peligro que se cierne sobre el mundo, pero también los paisajes deslumbrantes, la suave hierba mecida por el viento, la exploración, la libertad total; todo cabe en este nuevo Zelda.

Todos los juegos pueden aspirar a ser el mejor juego de la historia, por qué no. Pero ya les gustaría a los mejores juegos de la historia aspirar a ser Tears of the Kingdom. El juego que, se dice pronto, lo hace todo, lo hace todo fácil, y lo hace todo bien.

Un combate en el nuevo 'Zelda'.
Un combate en el nuevo 'Zelda'.

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Sobre la firma

Jorge Morla
Jorge Morla es redactor de EL PAÍS. Desde 2014 ha pasado por Babelia, Cierre o Internacional, y colabora en diferentes suplementos. Desde 2016 se ocupa también de la información sobre videojuegos, y ejerce de divulgador cultural en charlas y exposiciones. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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