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Enzensberger, el ojo que lo vio todo en la Alemania nazi

‘Un puñado de anécdotas’ contiene memoria, risa, drama y la sustancia atroz de la Segunda Guerra Mundial contada por un adolescente incisivo y precoz

Enzensberger 'Un puñado de anécdotas'
Hans Magnus Enzensberger, en 1974.ullstein bild (ullstein bild via Getty Images)
Juan Cruz

Hans Magnus Enzensberger ha escrito un libro que debería anunciarse con campanillas, en las librerías y en los suplementos, para que el lector sepa que perdérselo sería algo así como un fracaso personal. Nacido en 1929, el autor de El hundimiento del Titanic, poeta y ensayista, editor poderoso, por ejemplo, de toda la obra de Humboldt y también experto editor (y estudioso) de Goethe, vive en Múnich, en una casa por la que parece que no han pasado las décadas, porque sus paredes aparecen siempre limpias, ordenadas, recientes, hasta que rebuscas y ves que ahí tiene almacenada su intensa relación con España, con Hispanoamérica, con los poetas españoles, con la Barcelona de los sesenta, con los rescoldos grises de nuestra dictadura y también de lo que al principio fue la revolución cubana. De todo eso guarda archivos porque de todo ello ha escrito, con un estilo que ahora está aquí, abrillantado por una idea que recorre el libro como el rasgo de una inteligencia que lo impulsa desde niño, la inteligencia del ojo que lo ve todo.

Niño, adolescente y luego avispado ciudadano precoz en las distintas etapas del mal de Hitler que sufrió su país, se fijó en el transcurso de esos años en lo que hacían las personas mayores, entre ellos sus propios parientes, para esquivar las consecuencias de aquella barbarie que tuvo el beneplácito, asustado o voluntarioso, de las personas mayores. Lo hizo como si tomara las notas que ahora le sirven para contar lo que él llama, desde el título, un puñado de anécdotas. En realidad, esas anécdotas son la categoría que quedó en la memoria de un muchacho estupefacto que ahí aprendió que las solemnidades siempre ocultan la verdadera cara de los sinvergüenzas. Lo que transcurre por esta memoria en la que él se sitúa en tercera persona (es, simplemente, M, la inicial de su segundo nombre propio, Magnus) representa, minuciosamente, la escalada, familiar o colectiva, de la miseria que luego sería un montón de escombros sobre los que sonaron las músicas triunfales de los americanos que se hicieron cargo de que, sobre ese detritus, se fabricara la Alemania que luego hemos conocido.

Los cristales rotos que el niño M fue juntando para cumplir muchos años después una narración insólita están presentados, además, con reliquias de la época, fotos familiares o escolares, recordatorios de lo que fue popular entonces, juguetes, memorabilia militar o civil, que se asimilan dentro del texto con la misma sencillez abrumadora con la que Enzensberger reúne el resultado retrospectivo de una mirada que no parece haber olvidado nada, ni resplandores ni desastres, ni siquiera los propios, entre ellos aquellos en que se estrenó, parece que con éxito, como estraperlista.

Es un libro que contiene recuerdo y risa, drama y también la sustancia atroz de aquella guerra puesta en marcha por la voluntad de seres ridículos capaces de arruinar varias generaciones de alemanes (y de europeos) en una guerra que, contada por un niño como era aquel M que era Enzensberger, parece una ficción cuyos resultados aún están en las cunetas asombradas de la historia.

Es inevitable leer este libro, hasta el final, con la sorpresa en los ojos, e incluso la sonrisa en la boca, pero en el alma europea (y mundial) ha de leerse también con el estupor de lo que nunca ha acabado, pues en el fuero del continente aquel desastre se ha quedado como un eco de lo que vuelve. Acaso los niños de hoy, en algún lugar, estarán, como aquel muchacho M, tomando nota de lo que empieza a pasar, y no se sabe si su porvenir es una bala o una flor. Al final del libro, el poeta que es, y de los grandes, Enzensberger, añade estos versos a su largo relato sincopado: “Cuando él escribe sobre sí mismo, / escribe sobre otro. / En lo que escribe / él se esfumó”. Se esfumó, pero son sus manos, que es también su memoria, lo que te atrapa. Léanlo, ¿no oyen las campanillas?

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