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TRIBUNA LIBRE
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Libros y talleres

Si mi abuela costurera recitaba a Amado Nervo y Darío, ¿por qué ese placer se convierte hoy en pedantería elitista?

El escritor Malcolm Lowry.
El escritor Malcolm Lowry.John Springer Collection (Corbis via Getty Images)

Almuerzo con L. Fue dirigente sindical y militante político de la izquierda radicalizada. Hoy es presidente de una gran cooperativa gráfica y escribe poemas. Hablamos de Robert Walser, ese escritor cuya “lengua se había vuelto loca”, como dijo Walter Benjamin. Apropiadamente, cumpliendo la frase de Benjamin como si fuera un destino, Walser vivió desde 1929 hasta su muerte, en 1956, en manicomios suizos.

Pienso que a L. le va a interesar y le cuento otra historia. Mi amigo Antonio se pasó cuatro o cinco años escribiendo los comunicados de prensa del SMATA, Córdoba, el sindicato que dirigía René Salamanca, gremialista combativo que desapareció el 24 de marzo de 1976. Días antes había desafiado el golpe de Estado en un acto que tuvo como escenario la cancha de un club. Mientras Salamanca hablaba, un equilibrista caminaba sobre una cuerda a varios metros de altura.

Mi amigo, que escucha este capítulo de una frondosa historia, también desapareció por esos días, pero fue reconocido como preso y salió al exilio poco después. En 1985, regresó a Argentina; publicó una novela y trabajó en el periodismo. En esa época nos veíamos mucho, sobre todo para discutir, con igual entusiasmo, de política y de literatura.

Un día llegó con la siguiente resolución, inspirada en Lunar Caustic, de Malcolm Lowry, que nos había persuadido de que la locura era un camino estético: “Me voy a hacer internar en un manicomio porque quiero escribir un libro”. Con sensatez conservadora, le dije: “Si te hacés internar es porque, de algún modo, estás loco”. Como sea, consiguió que un médico lo admitiera en un loquero cordobés. Estuvo allí algunas semanas, quizá más tiempo. Cada vez que salía, me buscaba para contarme las anécdotas desgarradoras y cómicas de los locos, de quienes se había convertido en una especie de protector contra las violencias de los enfermeros.

Cuando mi amigo regresó de México, donde había estado exiliado, comenzó a trabajar como periodista. Vivió tranquilo algunos meses, pero lo había tocado su estancia en el manicomio. Tuvo una crisis, se enfermó de los pulmones, intentó matarse y lo salvaron. Finalmente murió al filo de los 40 años.

Cuando terminé esta sucinta biografía de desgracias, el sindicalista que la escuchó atentamente señaló que mi amigo le recordaba a Austerlitz, de Sebald. No se me había ocurrido. Quien había buscado refugio o experiencias con los locos, murió antes de Sebald y, cuando empezó con su proyecto del manicomio, sólo hablábamos alguna vez de Malcolm Lowry. Pero mi interlocutor, que tiene buena memoria, me contó algo que yo desconocía. Quince años antes, una tarde llegó a su casa René Salamanca, el ya mencionado dirigente del SMATA. Lo acompañaba un hombre joven (agrego: flaco, encorvado, de ojos azules y barba rala). Era mi amigo. No se quedó a comer con ellos las pizzas que amasó el dueño de casa. Dio un pretexto. Seguramente se fue al cine o a las librerías, y abandonó por unas horas ese mundo de militancia obrera que lo atrapaba como un remolino, pero al que nunca perteneció del todo.

Como un regreso a ese mundo, mi amigo me entregó su libro de poemas recién publicado. Me quedo pensando que ese cruce de literatura y política parece haber transcurrido en otro planeta del que hoy quedamos unos restos dispersos, sin función evidente. Aunque quizás tengan la función de recordarme que entre la literatura y la política no existían abismos.

Algo de la cultura de izquierda tenía un lugar, quizá ni demasiado grande ni demasiado visible, para que un libro de poemas se mezclara con los folletos sindicales que se repartían, casi de madrugada, en las puertas de las fábricas. Y el militante que los repartía llegaba a las seis de la mañana, en bus, con un libro en el portafolio, que no se mezclaba mal con las citas del Manifiesto comunista, una pieza romántica si las hay.

Los mundos todavía no se habían separado, como si los hubieran cortado con un cuchillo. Era posible que un activista leyera a Pound. Más que posible, esa rara afición era respetada por quienes quizá solo compraran una novela de Corín Tellado para regalar a su novia. Pero esa novia podía agradecer el regalo y empeñarse, al mismo tiempo, para que su enamorado leyera con ella un poema de Pablo Neruda. El mundo audiovisual todavía no había impuesto a todos su enciclopedia menos pretenciosa. Las huellas del pasado todavía no habían sido borradas por los mass media.

Ese pasado no necesariamente era superior a nuestro presente. Pero, con toda seguridad, abría más caminos alternativos, que podían ser tomados y abandonados con libertad. Si mi abuela, que era costurera, recitaba a Amado Nervo y algún poema de Darío, ¿por qué ese placer se convierte hoy en pedantería elitista? No estoy segura de que sea más democrática nuestra actualidad que aquel pasado cuando, en cada barrio de la ciudad donde vivo, había una biblioteca popular, donde los tomos de ediciones españolas nos intrigaban con palabras que nos mandaban directamente al diccionario.

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