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TRIBUNA LIBRE
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Casualidades en Nueva York: cuando cada concierto era una sorpresa

Hoy deseo que mi vida tenga los mismos inconvenientes del pasado, cuando llegaba a escuchar música en un bar desconocido, sin referencias sobre quienes iban a tocarla

Buzones dispensadores de prensa en 2016 en un Nueva York nevado. A la derecha, el de 'The Village voice'.
Buzones dispensadores de prensa en 2016 en un Nueva York nevado. A la derecha, el de 'The Village voice'.simon leigh / Alamy Stock Photo (Alamy Stock Photo)

Nueva York se abrió de nuevo y podrán llegar los visitantes primerizos o los nostálgicos. Es una ciudad que conozco bastante. Trabajé allí durante meses y volví con cierta frecuencia, para conferencias o paneles, donde los latinoamericanos somos bien recibidos.

Antes de internet, era más difícil saber qué se iba a encontrar cuando se llegaba a Manhattan. En un vuelo desde Buenos Aires, por casualidad, porque The New Yorker no suele estar a disposición de los pasajeros de clase turista, pude leer la cartelera de música. Durante todo el viaje supe donde iría la noche siguiente. El baterista Art Blakey tocaba con su grupo, los Messengers, en Sweet Basil. Aquella noche de enero, mientras hacía fila en la calle sobre la nieve, y los copos me humedecían el impermeable, un tipo dijo: “Blakey, Blakey, esto sólo lo hago por ti”. Yo, extranjera, no tenía tantas pretensiones como mi vecino y lo habría hecho también por otros. Al fin, pudimos entrar. Fue mi primera vez en ese bar de jazz y tuve la seguridad de que volvería muchas más. No me equivoqué. Años más tarde, Sweet Basil cambió su nombre por Sweet Rythm. Y como todo acaba en esta vida, Sweet Rythm cerró sus puertas en 2009.

Hoy aquel suspenso se ha desvanecido. Con semanas de anticipación sabemos dónde toca cada músico, recita cada actor, canta cada contralto, y podemos hacer las correspondientes reservas. Pero en aquel entonces tuve mi recompensa por haberme congelado, porque esa noche me sucedió lo que todo el mundo quiere que le suceda. Una vez que pudimos entrar al local y ubicarnos en el bar, a mi lado estaba el trompetista Don Cherry conversando con un saxo tenor, Clifford Jordan, que se arrimó al bar just waiting for a Jack (primera vez que escuché esa forma sintética de designar una medida del whisky americano Jack Daniels).

Envuelto en una capa oscura, altísimo y muy flaco, en el momento en que iba a tomar un asiento, Don Cherry miró hacia abajo y me lo ofreció: “Please, lady”. Nada mejor podía pasarme. Debo confesar que soy un poco fanática. Por supuesto, Don Cherry no podía medir el impacto de su amabilidad. Tampoco le interesó averiguarlo. Seguramente, lo único que sabía de Argentina es que de allí había llegado un saxofonista como el Gato Barbieri. Después, Don Cherry caminó hacia el escenario, donde comenzó una conversación con otro músico, que no pude identificar. Hubiera dado lo que no tenía por escucharla, ya que, días después, me enteré de que su interlocutor era el ya consagrado Archie Shepp. Finalmente, al ritmo de la batería de Blakey, empezó la música.

En aquel entonces yo llegaba a la ciudad y corría para buscar ‘The Village Voice’, que se convertía en mi guía semanal. Organizaba toda mi vida, mañana, tarde y noche en la ciudad

Si alguien hoy viaja a la reabierta Nueva York sabe quién toca y dónde esa noche. No sé qué prefiero. En aquel entonces yo llegaba a la ciudad y corría para buscar The Village Voice, que se convertía en mi guía semanal. Organizaba toda mi vida, mañana, tarde y noche en la ciudad: museos, conferencias, galerías de arte, teatro underground y, por supuesto, música. Parada en una esquina, hojeaba como una posesa las carteleras; indefectiblemente desilusionada, me daba cuenta de que había llegado un día después y lo mejor había sucedido la noche anterior; pero descubría también que algo me esperaba esa misma noche.

Cuando todavía no existían los celulares, buscaba una cabina de teléfono en la calle para hacer una reserva; en el número al que llamaba me respondía un contestador y dejaba un mensaje, pero quedaba inquieta. Esperaba hasta la noche y llegaba al bar con la breve información de cartelera (con suerte, un comentario o un destacado de la semana). No sospechaba que una década después toda esa excitación iba a disolverse en internet: las revistas que antes se compraban y después se obtenían gratis, ahora están en la pantalla de mi computadora, y puedo armar mi itinerario como si hubiera contratado un paquete turístico en una agencia especializada en freaks, fans, melómanos, jazzeros y bizarros.

Extraño esas décadas donde el azar trazó las líneas inesperadas de una relación suspensiva y azarosa con las ciudades extranjeras, a las que llegaba como a una fiesta sorpresa en la que se admiten desconocidos. Hoy el mapa y la ciudad real se acercan. Ahora espero justamente que, en algún lugar, se produzca una dislocación, un salto inesperado y fuera de programa. Hoy deseo que no todo me lo indique la web días antes; deseo que mi vida tenga las mismas sorpresas e inconvenientes del pasado, cuando llegaba a escuchar música en un bar desconocido, sin referencias sobre quienes iban a tocarla. En aquel entonces, yo descubría, en lugar de recibir el paquete ya formateado.

Y todo el tiempo sucedía algo fuera de programa. Una noche, Sarah Vaughan bajó al escenario del más lujoso club de jazz protestando porque le molestaban sus zapatos, queja que repitió entre canción y canción. Otra noche, un baterista alto y atlético ayudó al ya anciano Cecil Taylor a llegar hasta el piano. Poco antes, un mendigo me saludó diciendo “nice coat, lady”. Todavía uso el impermeable a rayas grises y negras que le gustó a ese hombre, pero nadie ha repetido aquel elogio.

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