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Georges Brassens, 100 años de mala reputación

En el centenario de su nacimiento, el cantautor se mantiene como un referente que va mucho más allá de la música

Centenario Georges Brassens
Georges Brassens con su guitarra y su pipa, en una aparición televisada.INA (INA via Getty Images)
Guillermo Altares

Una frase resume la filosofía vital y política de Georges Brassens (1921-1981), el gran cantautor francés. Anarquista recalcitrante, Brassens sostenía sin embargo que “una bandera negra es también una bandera”. El hecho de que esta sentencia ni siquiera sea suya, sino de Léo Ferré, dice mucho sobre uno de los personajes más célebres de la Francia del siglo XX, que siempre huyó de los oropeles de la fama parapetándose detrás de una nada falsa modestia. “El éxito es siempre un malentendido”, declaró una vez. Brassens, cuyo centenario se celebra el 22 de octubre, rechazaba todas las banderas, incluida la del credo que guio su vida.

Siempre quiso permanecer al margen de la política y le llovieron críticas por negarse a firmar manifiestos o pronunciarse claramente sobre los problemas de su tiempo, como la guerra de Argelia. Decía que con sus canciones solo pretendía contar historias y que en muchos casos eran autobiográficas, pequeños cuentos que describían su vida. Y mostraba un rotundo rechazo cuando alguien le decía que con su discografía había construido algo parecido a una filosofía. “Los filósofos son demasiado categóricos para mí”, señaló en otra de sus frases reunidas en el libro Los caminos que no llevan a Roma (Navona).

Sin embargo, las canciones de Brassens ofrecen una filosofía de la vida, un retrato reflexivo y profundo —lleno de tacos, incluso de versos machistas y groseros— de un mundo rabiosamente individualista —”Más de cuatro somos una banda de gilipollas”—, pero a la vez profundamente solidario, antimilitarista, antinacionalista y defensor de la libertad individual por encima de todo. La mala reputación es un auténtico himno al derecho de cada uno a hacer lo que le dé la gana. Con una música solo aparentemente sencilla y unas letras en un francés sublime —naturalmente rechazó entrar en la Academia cuando se lo ofrecieron—, las canciones de Brassens ofrecen una guía vital, una forma de comportarse en el mundo, casi a la manera de los filósofos cínicos. Como Diógenes, era capaz de mezclar la provocación con la lucidez en su radiografía de la sociedad francesa. Pocas canciones resumen todo esto como El gorila.

Junto a La mala reputación, fue la primera canción que grabó Brassens, el 19 de marzo de 1952, cuando ya había comenzado a actuar en directo y circulaba por París la especie de que un tipo extraordinario estaba actuando en el Cabaret de Patachou solo con su guitarra. El gorila es una canción rijosa, grosera, machista, pero resulta imposible no acabar tarareándola. Cuenta la historia de un gorila con unos atributos masculinos enormes que se escapa de la jaula con la intención de perder la virginidad. Todo el mundo se esconde en el pueblo, menos una señora mayor (“La centenaria suspiraba que sería extraordinario que alguien la desease todavía”) y un juez (“Es imposible que me tomen por una mujer”). El gorila acaba violando al juez, “que en el momento cumbre gritaba mamá como el condenado al que había hecho cortar el cuello unas horas antes”. Así, con este golpe de teatro, convierte una canción cafre en un alegato contra la pena de muerte, que en Francia no se abolió hasta 1981.

Daba igual que estuviese prohibida en las radios francesas: todo el país se la sabía de memoria, porque el éxito de Brassens se basaba en que superaba las clases y las ideologías. Antimilitarista radical, una vez le sentaron a debatir en el célebre programa Apostrophes con el general Marcel Bigeard que encarnaba todo aquello de lo que Brassens se burlaba. Héroe de las guerras coloniales francesas, uno de los militares más condecorados del país, todo el mundo pensaba que aquello iba a acabar como el rosario de la aurora. Hasta que Bigeard confesó su pasión por el cantautor.

Su fuerza reside precisamente en eso: en que está por encima de los credos. Reflejaba las contradicciones de cualquier vida: era un ateo convencido —”Dios, si existe, exagera”, escribió en una de sus últimas canciones—; pero a la vez estaba obsesionado con el más allá —­Súplica para ser enterrado en la playa de Sète es considerado uno de los monumentos de la poesía francesa—. Dedicó una canción al tipo que le robó la casa —­Stances à un cambrioleur— en la que prácticamente le daba las gracias: le elogiaba por haber cerrado la puerta al irse y por haberle dejado la guitarra, su medio de vida —”Solidaridad santa de los artesanos”—. Para el cantante no existían ni los malos ni los buenos. Quería contar las historias de seres decentes, que podían ser un ladrón o sus gatos, a los que adoraba porque decía “que siempre se ponen donde uno no lo espera”. Algo que también se puede aplicar a Brassens: nunca dejará de sorprendernos, ni de mostrarnos el camino.

‘Poemas & canciones’. Georges Brassens. Ilustraciones de Emilio Urberuaga. Traducción de María Teresa Gallego y Amaya García. Nórdica, 2021. 216 páginas. 22,50 euros. Se publica el 25 de octubre.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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