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“Mi hija se estaba riendo un día y al siguiente quería matarse. Ninguna familia está preparada para esto”

El suicidio entre los 10 y los 14 años está en alza: en 2021 se registraron 22, la cifra más alta en 30 años. Expertos explican cómo abordar estas situaciones y cuáles son las señales de alarma

Matilde González y su hija Guiomar Aramburu, que ha escrito un libro sobre sus problemas de salud mental en la adolescencia, cuando intentó quitarse la vida en dos ocasiones.
Matilde González y su hija Guiomar Aramburu, que ha escrito un libro sobre sus problemas de salud mental en la adolescencia, cuando intentó quitarse la vida en dos ocasiones.JUAN BARBOSA
Pablo Linde

Guiomar Aramburu dice que de adolescente tenía una careta. La llevaba todo el día aparentando normalidad y “lo soltaba todo” cuando llegaba por la tarde a casa y se metía en su habitación. Era entonces cuando se autolesionaba, con cortes en los brazos, como respuesta al dolor emocional que sentía. Huyendo de él, intentó suicidarse en dos ocasiones. Es una salida que algunos chavales se plantean a esas edades en que las adversidades se hacen un mundo y los problemas parecen irresolubles. Como afirma Joaquim Puntí, psicólogo experto en la materia, “la adolescencia ha incorporado que cuando te sientes mal tienes la opción de morirte”.

Esta misma semana, el intento de suicidio de un adolescente y otro consumado, ambos en Cataluña, han puesto en evidencia ante la sociedad que el problema está ahí y que urge abordarlo. No son episodios anecdóticos. El suicidio de menores de entre 10 y 14 años está en alza desde 2019. En 2021 (últimos datos publicados por el INE) se registraron 22, la cifra más alta en 30 años. Entre los 15 y los 19 años fueron 53, por debajo de la media de las últimas cuatro décadas.

Estas cifras se complementan con otras inquietantes: el principal teléfono de ayuda a los menores con conductas suicidas (900 20 20 10), que atiende la fundación ANAR, ha visto cómo las llamadas por ideaciones e intentos autolíticos se han multiplicado por 12 en una década. Es un dato con muchas limitaciones, cuyo análisis está sujeto a factores de confusión (no puede afirmar rotundamente que llamen más porque realmente esta conducta sea más frecuente o porque conocen más el recurso), pero supone una señal de alarma más. Como la de las consultas médicas. La Asociación Española de Pediatría de Atención Primaria ha denunciado esta semana en su congreso anual que la salud mental de los adolescentes ha empeorado en los últimos años: “Aunque las cifras varían entre unos estudios y otros, hay consenso en este aumento, y se han incrementado también las demandas en atención primaria, así como en los servicios de urgencias”.

La primera vez que Guiomar acabó en urgencias por un intento de quitarse la vida tenía 14 años. Hoy, con 24, recuerda aquella etapa en un libro que se presenta en Madrid este domingo: Error 404. Cuando no te encuentras a ti misma. Lo cuenta a EL PAÍS unos días antes junto a su madre, Matilde González, que aporta otro punto de vista y pone orden cronológico a unos hechos que a Guiomar le vienen a la mente deslabazados, como en una nebulosa.

Matilde tiene grabada una fecha: la noche de Reyes de aquel año (2014), cuando fueron al teatro a ver una función de La Cubana. “Íbamos como una familia feliz, todos estábamos contentos, incluida Guiomar”. Por aquella época era azafata y al día siguiente tenía vuelo a Brasil. En mitad del trayecto, mirando su tableta electrónica que estaba conectada a un móvil viejo que había dejado a su hija, le aparecieron las fotos de un brazo “con cortes y sangre” que estaban siendo enviadas a foros de temática suicida. “Me dio un ataque de nervios, no sabía qué hacer. Avisé a su padre, que inmediatamente contactó con un psiquiatra especialista en adolescentes”, cuenta.

Matilde y su exmarido (se habían separado hacía un año) no sospechaban nada. Esa careta de Guiomar había funcionado. “Los adolescentes no cuentan nada, a lo mejor ves que no tiene muchos amigos, o que no van a su cumpleaños, pero no se te ocurre que quiera acabar con su vida, piensas que son cosas de la edad. Mi hija se estaba riendo un día en el teatro y al siguiente quería matarse. No hay manual de instrucciones para abordarlo. Ninguna familia está preparada para esto”, continúa Matilde.

Cecilia Borràs, presidenta de Después del Suicidio-Asociación de Supervivientes, cuenta que estas sensaciones de la familia de Guiomar son muy comunes entre quienes rodean a alguien que se quita la vida: “Nos encontramos una incredulidad bestial. En muchos casos no podían imaginárselo, porque sus chicos y chicas no habían mencionado para nada, no había detectado señal. Les choca mucho”.

Detrás del caso de Guiomar había un problema de salud mental que afloró entonces y del que todavía se trata: es bipolar. Por la época escuchaba voces. Eso se juntó con que no encajaba socialmente. “Jamás nos has caído bien. Solo nos llevamos contigo por pena”, le dijeron un día las que por entonces eran, supuestamente, sus amigas. Como dice Benjamín Ballesteros, director de Programas de la fundación ANAR, el intento de suicidio nunca tiene una sola causa: “La conducta suicida no es más que un síntoma de problemas graves del menor”.

Los profesionales consultados explican que hay diferencias sustanciales entre el suicidio adolescente y el adulto. Diego Palao, psiquiatra experto en programas contra la autolisis, señala que a diferencia de sus mayores, la mayoría no tienen problemas de salud mental. “Sobre todo se presenta en personas vulnerables que no han aprendido a responder de forma adecuada a la frustración, el malestar, la desesperación, la visión de túnel que tienen los adolescentes, que no ven más allá de lo que les ha pasado, con una sensación de angustia profunda. En muchos casos no hay enfermedad psiquiátrica que se pueda diagnosticar, aunque con la pandemia estas han aumentado”, explica.

Puntí, que además de ser psicólogo clínico coordina el hospital de día de adolescentes del Parc Taulí, en Sabadell, calcula que solo una tercera parte de los adolescentes tratados que han tenido intentos de suicidio padecían enfermedad mental. La mayoría, dice, se debe a un malestar emocional, “que es normal, pero que no se sabe gestionar”. Por eso, una vez que se hace una primera intervención en la fase aguda, se ponen en marcha estrategias de gestión de problemas.

Con la implementación de estos programas, que se inician con una sesión semanal durante el primer mes, han conseguido rebajar la tasa de reintento de suicidio de en torno al 40% (que es la cifra media que recoge la literatura científica) hasta alrededor de un 10% en los más de 500 menores que llevan tratados desde 2008.

En este aprendizaje tratan de hacer entender a los adolescentes que no se pueden tomar decisiones drásticas en momentos en los que se sienten mal. “Somos muy claros con ellos: el único problema que no tiene solución es la muerte”. Ponen en marcha un plan de supervivencia para que cuando aparecen pensamientos autolíticos salgan de ellos: “Buscamos que hagan lo que disfrutan, ver una serie, escuchar música. Un factor protector muy importante es que tengan el tiempo ocupado con ocio saludable. Y si esto falla, que pidan ayuda. No tiene que ser para contar lo que les pasa, sino para dar una vuelta, ir a la bolera con amigos. Porque igual no les apetece hablar de ello, pero se sienten mejor así”.

El siguiente paso sería llamar a alguien para hablar del tema, si creen que esto les puede ayudar. “Les pedimos que nos digan un amigo, un adulto, el padre o la madre, un profesor. Pero que los tengan apuntados con nombre y apellidos, y si puede ser, el móvil. Y si todo falla y siguen estando mal, antes de hacer nada les enseñamos que vayan a urgencias. El 95% de los pacientes que vemos, un día después del intento de suicidio ya no lo ven así. A veces basta con que pasen unas horas para que las ideas remitan”, asegura Puntí.

Qué pueden hacer las familias

Desde hace una década, la Associació Catalana per la Prevenció del Suïcidi (ACPS) trabaja con familias que han tenido en su seno algún intento de suicidio. “Hablamos de romper el estigma de la conducta suicida, ser capaces de verbalizarlo. Es el primer reto que tenemos. Aquí ya se rompe una barrera que tienen por el estigma y el miedo a ser juzgados”, explica Clara Rubio, su presidenta. “Después les aportamos herramientas de escucha activa para enseñar cómo se pueden comunicar mejor con sus hijos cuando les dicen que no quieren continuar viviendo”, agrega.

En este sentido, Cecilia Borràs aconseja a los padres que se ofrezcan a escuchar a sus hijos, y no les pregunten el porqué de sus pensamientos o conductas, “ya que esto les hace justificarse”. “La pregunta es qué, qué les pasa. O qué podemos hacer nosotros. Y si no quieren hablar nosotros, no presionarlos y buscar a la persona adecuada”, apunta.

Ambas hablan de factores protectores, como son la pertenencia a un grupo para hacer actividades. “El vínculo es esencial. Los adolescentes necesitan vincularse con iguales y no tenerlo es un enorme factor de riesgo, por eso es muy importante promover actividades donde encuentren esto”, señala Borràs, que advierte de algunos signos a los que los padres deberían estar atentos: “Cuando hay cambios en la rutina, si come menos, más, si cambia la rutina del sueño. Las conductas de adicción son un factor de riesgo. A veces dejan cosas por escrito, como poemas tristes. Son muchísimas señales de alerta muy desperdigadas en muchos tipos de conducta que se confunden con las propias de la adolescencia. Por eso se nos pasan”.

Rubio añade la pauta que considera más básica: el hijo o hija tiene que estar vinculado a los servicios de salud, “idealmente públicos, pero si no, privados”. Lo primero que tienen que hacer las familias ante un intento de suicidio es ir a urgencias para recibir atención psiquiátrica. También hay varios teléfonos de ayuda, como el que el Ministerio de Sanidad puso en marcha el año pasado (024) o el antes mencionado de ANAR. Esta fundación canaliza a los menores a más de 17.000 recursos, en función del municipio o la comunidad autónoma donde residan.

El problema es que la sanidad pública no suele contar con medios suficientes. “Te dan cita cada mes o mes y medio. Por muy buen profesional que sea, no se acuerda de ti, tiene que mirar tu ficha para recordar cuál es el problema. Las consultas deberían ser semanales, pero el sistema no lo permite, necesitamos muchos más psiquiatras y psicólogos clínicos”, reclama Benjamín Ballesteros.

En el caso de Guiomar, estuvo más de un año yendo al psiquiatra privado para recibir una sesión semanal. “Si no, igual no estaría aquí. Y eso no lo pueden pagar todas las familias”, asume. Hoy, ella es estudiante de psicología y ve todo su pasado como parte de la persona que es hoy: “Mi personalidad se ha desarrollado a raíz de los acontecimientos que pasaron con 14 años. Fue horrible, pero me ha dado también la vida que tengo ahora. Me ha dado una vocación, un grupo de amigos increíble, me ha dado una pareja, una vida, me ha dado un aprendizaje. El proceso de aprender todo eso ha sido horrible. Pero he sido capaz de rehacer mi vida y de ser una persona de la que estoy orgullosa. Estoy contenta, soy feliz”.

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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