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Sara Ahmed: “Existe la idea de que quejarse es una manera de evitar tu propia felicidad y la de otros”

La académica y escritora británica reflexiona en un ensayo sobre por qué es tan difícil protestar ante las instituciones y cómo influye quién lo haga y a quién se acuse

Isabel Valdés
La académica y escritora británica Sara Ahmed.
La académica y escritora británica Sara Ahmed.

¿Es lo mismo que entre a quejarse al despacho de la dirección de una universidad cualquiera un alumno que una alumna? ¿Una alumna blanca que una negra? ¿Una alumna negra que un alumno discapacitado? ¿Una profesora joven que un profesor de la misma edad? Según Sara Ahmed, no, en absoluto es lo mismo. Y según su teoría, en la queja —que ya es vista de por sí como algo molesto— hay una discriminación latente que tiene que ver con el género, el sexo, la raza y la discapacidad. “Que te oigan como a una persona que se queja es lo mismo que que no te oigan”. Con esa frase, Ahmed arranca ¡Denuncia! El activismo de la queja frente a la violencia institucional (Caja Negra, 2022), un ensayo publicado tras años recogiendo y analizando casos de abuso en el ámbito universitario. Personas, la inmensa mayoría mujeres, a las que la violencia sexual, el racismo, la discapacidad o la transfobia arruinaron la salud, física y mental, y también a veces sus carreras.

Ahmed, (Reino Unido, 53 años), renunció a su puesto en la Universidad Goldsmiths de Londres en 2016 por cómo la institución trataba las quejas de sus estudiantes. Lleva años observando, escuchando y analizando esas quejas. Esa es la radiografía que se extiende en las páginas de su último libro: cómo se minimizan esas reclamaciones a través de la idea de la “queja como género aguafiestas”. Explica que, a los ojos de las instituciones, “quejarse no solamente es ser negativa, es estar atrapada en lo negativo, una manera de evitar tu propia felicidad y la felicidad de otros”. En el ensayo también habla sobre cómo, a veces, lo lejos que se pueda llegar profesionalmente depende de callar lo que ocurre; sobre cómo el hecho de que existan protocolos frente al abuso o el acoso no significa que se pongan en marcha ni que funcionen; o sobre cómo ser mujer, tener alguna discapacidad o ser negra o indígena suma trabas siempre.

Frente a eso, está convencida del “poder” de lo colectivo y de la “atracción” que una protesta puede tener sobre la decisión de denunciar para otras personas, para las que no lo hicieron y para las que llegan después: “Una pequeña abertura puede dar lugar a una montaña de quejas. Tenemos que crear esas pequeñas aberturas”.

Pregunta. ¡Denuncia! está centrado en el ámbito académico, pero refleja qué ocurre también fuera de ese ámbito.

Respuesta. Casi cada vez que he presentado este trabajo, alguien entre el público decía “esto sucede en mi institución o en mi campo”. Lo hice sobre la universidad porque es una institución que conozco bien. También era una cuestión de acceso: encontrar personas que estuvieran dispuestas a compartir sus historias conmigo.

P. Para dar solución a todos los problemas que expone, ¿es necesario un cambio administrativo, por ejemplo, cambiar los procesos para denunciar o imponer sanciones dentro de las instituciones?

R. El enfoque debería estar, primero, en por qué existen los problemas, por qué son tan intratables. No es que tengas la cultura institucional de la universidad por un lado y luego el problema del acoso sexual por el otro. Hay un problema de acoso sexual por la cultura institucional de la universidad. Una de las razones por las que las personas no se quejan del acoso es que necesitan referencias [ser bien valoradas por otras personas para que las avalen]. Para entrar en una institución, para tener una carrera u obtener una beca, hay muchas cosas que te dicen que no puedes hacer o decir. Necesitamos cambiar esa cultura.

P. ¿Deberían existir políticas públicas encaminadas a esto?

R. No se trata de qué actores deben participar en el cambio. Eso no va a ser de arriba hacia abajo e impulsado por políticas, el cambio va a requerir una acción colectiva de abajo hacia arriba.

P. Desde que dejó la universidad han pasado unos años llenos de avances en el movimiento feminista y en la sociedad. ¿Se refleja en cómo han avanzado las instituciones?

R. Nuestro tiempo está lleno de contradicciones. Por un lado, los movimientos feministas en todo el mundo han estallado por la negativa a seguir aceptando más violencia contra las mujeres y las personas no conformes con el género. Ese “no” está ahí fuera, en nuestras protestas, paros y manifestaciones. Y, sin embargo, somos testigos de una reacción en contra, del ascenso del fascismo, la llamada a volver a las ideas tradicionales de la familia y el matrimonio. También hay un rechazo a las denuncias de acoso sexual, porque, según ellos, exageran algo que consideran insignificante. Aunque muchas personas han compartido sus historias de acoso sexual, hay un intento constante de deslegitimar nuestro trabajo político, como evidencian las críticas la cultura de la cancelación o cualquier término que les guste usar para quienes desafiamos viejos derechos.

P. En el libro explica la desigualdad que existe a la hora de enfrentarse a la decisión de denunciar y a la propia denuncia, por ejemplo cuando se es negra o trans.

R. Me ha inspirado mucho lo mucho que la gente está dispuesta a luchar por lo que sienten que es lo correcto. Uno de los hallazgos de mi investigación es que los colectivos más precarios son los que más se arriesgan para denunciar, o lo que yo llamo activismo de denuncia. Es decir, todo el trabajo que hay que hacer para que las denuncias salgan a la luz [que no se queden en un cajón].

P. Escribe sobre el desequilibrio que existe entre lo que hay sobre el papel y lo que sucede en el día a día, ¿cree que hay más fachada que fondo?

R. La igualdad puede convertirse fácilmente en una industria, una nueva forma de promocionarse [visibilizarse como igualitarias o diversas]. Promocionar una institución como comprometida con la igualdad de género a menudo requiere no hacer explícito que no lo está. Creo que eso tiene que ver con la protección: proteger a las instituciones para que no sufran daños, no tener que lidiar con esos daños, proteger los puestos de trabajo, etc.

P. ¿Es por una falta de conciencia? ¿Cómo percibe este concepto?

R. Pienso en la conciencia a través del trabajo que tenemos que hacer para elevarla. En el libro hablo de cómo quejarse puede ser una forma de toma de conciencia. Una conferenciante que presentó una denuncia sobre acoso sexual insistió mucho en que después de ver el mundo a través de las gafas de la queja, no puedes dejar de verlo así: “De repente es como si pudieras ver en violeta extra. Y no puedes volver atrás”. Quejarte cuando te permites ver lo que no viste cambia tu relación contigo mismo y con el mundo.

P. ¿Y en cuanto a las respuestas que dan las instituciones?

R. Me llamó la atención la cantidad de quejas que se detienen por lo que podríamos llamar “métodos positivos”. Es decir, cuando la persona que recibe a quien va a quejarse, le dice que sí, y generalmente le anima a seguir. Una académica describe el “decir sí” como una técnica de gestión. Entras en la reunión, toda entusiasmada, el gerente dice “sí, están en eso, harán algo”, y luego no pasa nada. Ella dijo que es “como un truco, te sientes engañada”.

P. ¿Cree que es por una ausencia de ética, individual, social?

R. Es difícil hablar en términos generales. Pero diría que me sorprendió la cantidad de personas que se quejaron de acoso sexual y fueron recibidas con indiferencia o mirando para otro lado, incluso por parte de colegas feministas. Algunas personas no quieren saber eso que les incomodaría o que les haría difícil mantener su relación con una persona o institución. Que tanta violencia esté escondida significa que la gente ni siquiera tiene que mirar hacia otro lado para no enterarse.

El poder, lo colectivo y el oído feminista

Dice Sara Ahmed que quizás todo se reduzca a una cuestión de poder y que a eso se refiere con su frase “la denuncia como pedagogía feminista”, porque quienes denuncian el poder aprenden cómo funciona: “Y puede ser aterrador. Lo sabemos. Y tenemos que mostrarlo. Creo que el feminismo se trata de aprender unos de otros, hacer que los demás presten atención para que podamos ver mejor. Cuanto más nos enfrentamos a esto [el poder, la violencia institucional], más necesitamos hacerlo”.

Recuerda a una mujer que fue agredida por su jefe de departamento después de haberla acosado durante años. A ella le “aterrorizaba ir a las reuniones”, pero “se obligó a asistir a una reunión para discutir una nueva política sobre la intimidación”. El responsable de esa política se negó a reunirse con ella cuando le contó lo sucedido. Ahmed habla de cómo a veces hay personas que son responsables de políticas internas en las que no creen, por lo que se convierten en un freno: “Tener la tarea de [hacer funcionar] una política para hacer frente a un problema puede ser una forma de negarse a escuchar a quienes lo experimentan”, afirma.

También narra la historia de una estudiante discapacitada que trató de presentar una queja sobre la falta de medidas razonables por parte de su universidad para que ella pudiera adaptarse: “Se sentía desanimada y sola. Pero luego apareció un archivo en la máquina de fax del sindicato de estudiantes que incluía documentos históricos sobre otros estudiantes discapacitados que se habían quejado antes”. Saber eso cambió las cosas para ella y, aunque no sabe quién puso allí aquel archivo, ella piensa que fue “una secretaria, que dejó allí el archivo en un acto de sabotaje y solidaridad”. 

Las quejas, ahonda Ahmed, “pueden tocar a las personas y pueden producir actos de solidaridad. Y se pueden formar colectivos sin que estemos en el mismo tiempo y lugar”. Por eso el libro también habla del tiempo de lo colectivo: “Cuando te quejas puedes conocer quejas anteriores de otras personas. Cuando te quejas, otros pueden encontrarte, algún tiempo después. Puede ser una forma de comunicación”. 

Una comunicación, un oído, feminista, que en su libro, ¡Denuncia!, explica así: “Una historia puede volverse rutina; una historia puede ser cómo aquellas personas que se quejan son desestimadas o consideradas poco creíbles. Creo que mi método en este proyecto se trata de escuchar, de prestar mi oído. […] La cuestión de la queja está íntimamente vinculada a la de la escucha, a la pregunta sobre cómo nos expresamos teniendo en cuenta qué o quiénes son pasados por alto”.


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Sobre la firma

Isabel Valdés
Corresponsal de género de EL PAÍS, antes pasó por Sanidad en Madrid, donde cubrió la pandemia. Está especializada en feminismo y violencia sexual y escribió 'Violadas o muertas', sobre el caso de La Manada y el movimiento feminista. Es licenciada en Periodismo por la Complutense y Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS. Su segundo apellido es Aragonés.

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