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Gestión

Equivocarse menos tomando decisiones durante una crisis: una nueva profesión del siglo XXI

Resulta más provechoso y seguro crear círculos concéntricos a tu alrededor para que la información pueda propagarse más fácilmente en vez de restringir su movimiento a una rígida verticalidad bidireccional

Getty Images

¿Qué porcentaje de tu capacidad neuronal crees que utilizas cotidianamente? Hay un aforismo célebre (cuyo origen se remonta hasta principios del pasado siglo, derivado de los descubrimientos pioneros de Santiago Ramón y Cajal y Charles Sherrington) que asegura que solo utilizamos un 10% de nuestro cerebro.

En los últimos treinta años este pronóstico tan avaro se ha ido desmintiendo empíricamente gracias a los avances tecnológicos de la neurología, pese a lo cual seguramente son pocas personas en la actualidad las que contestarían que hacemos uso, de uno u otro modo, del 100% de los 86.000 millones de microscópicas células neuronales de las que dispone en promedio cualquier adulto.

Pero es así, un milagro de coordinación y trabajo en equipo sin parangón en la naturaleza. Y sucede porque nuestra vasta red de axones funciona mediante un sofisticado mecanismo de estimulación e inhibición (digamos que es como si millones de linternas desde diferentes lugares se encendieran y apagaran sin interrupciones, lanzando o bloqueando en cada ocasión un impulso con su propio código morse que, cuando no tiene barreras, viaja a quince metros por segundo para producir un cambio de estado). Sobra indicar que el enigma que ha perdurado hasta hoy radica en cómo aprovechar y entrenar nuestro potencial biológico para extraer el máximo provecho. Llevarlo a su límite.

Sin embargo, la inteligencia y la competencia para tomar decisiones acertadas no tienen establecida una relación causal ni simétrica ni centrípeta. El resultado tiende a ser impredecible, de ahí que cobre tanta importancia propiciar un punto de equilibrio entre nuestro grado de aptitud y la actitud con la que afrontamos cada momento crítico de nuestro destino.

En la optimización de la toma de decisiones, en términos generales, se cree que el entrenamiento cognitivo (procesar información compleja a gran velocidad) y el modus operandi metodológico (descartar y priorizar) han de basarse en la secuencia de recolectar, ordenar e interpretar datos. Después, la lógica y el sentido común terminarán de resolver el dilema y se impondrán casi sin resistencia a cualquier duda. Pero no es tan sencillo. Hay dos obstáculos que lo complican: el modo en que funciona nuestra mente y la forma con la que ha aprendido a decidir. Ambos se combinan y ayudan mutuamente hasta el punto de ser casi imbatibles.

La incertidumbre y las emociones que se desatan en una crisis tan singular y totalizadora como la de la covid 19 ponen a prueba nuestra capacidad para seleccionar la mejor opción, haciendo aflorar las debilidades que solemos disimular u olvidar y que, en realidad, son las que nos suelen conducir recurrentemente a los mismos errores. Para ponderar si realmente somos competentes a la hora de tomar una decisión trascendente, hay que comenzar prestando atención a dos categorías: los sesgos y la intuición.

La intuición es prácticamente automática, se nutre de la experiencia memorizada, el hábito adquirido y también del inconsciente. Un ejemplo sencillo para explicar cómo funciona en los niveles superiores del raciocinio es mediante la heurística del reconocimiento. Imaginemos el siguiente experimento (ideado originalmente por Gerd Gigerenzer y Daniel Goldstein) en el que reunimos en una sala a un grupo de compatriotas y les preguntamos algo tan fútil como cuál de las siguientes dos ciudades creen que tienen una mayor población: ¿San Sebastián o Burgos? Lo usual sería que cerca del 60% acertasen eligiendo la primera (que es la respuesta correcta, con aproximadamente 190.000 habitantes) mientras que los demás optarían por la segunda (que no está lejos, con más de 175.000). Pero si después reunimos a un grupo de turistas extranjeros y les hacemos la misma pregunta, el porcentaje de respuestas correctas crecería considerablemente hasta un 85%. ¿Significaría esto que tienen más conocimientos de geografía y demografía que los conciudadanos del primer grupo? En absoluto, lo que estaría ocurriendo en esta hipótesis es que su intuición de optar por San Sebastián se debería a que les resulta un lugar más reconocible.

La clave estriba en que solemos elegir aquello que recordamos más rápidamente o que nos resulta familiar, aunque carezcamos de un conocimiento profundo que justifique dicha elección. Esta regla de elegir lo que conocemos, aunque sea parcialmente, por delante de lo que desconocemos o nos produce extrañeza, es una tendencia general con la que los mecanismos evolucionados de nuestro cerebro son gobernados.

Entre los sesgos, los dos principales que desbaratan nuestro anhelo de solvencia para decidir lo mejor son el de confirmación (hacer acopio de datos, informes, y opiniones expertas que únicamente avalan nuestro criterio predilecto) y el de visión estrecha (tender a reducir la decisión comparando exclusivamente dos opciones mediante un análisis binario de pros y contras de cada una; desatendiendo variables dinámicas y escenarios múltiples, así como dejando de incorporar una mayor amplitud de posibilidades dialécticas basadas en la fusión de características antagónicas).

Sus respectivas influencias paralizan nuestra voluntad para que esta no acepte un cambio de perspectiva sobre el modo de analizar un problema, comprender las repercusiones a largo plazo de una situación delicada o juzgar el potencial y la conducta de una persona. Nos facilitan que subestimemos, como si fuera el efecto de un bálsamo, todo lo que genera una disonancia en torno a nuestras creencias a priori y la experiencia que hemos registrado en el pasado. La incomodidad es ignorada como multiplicador de la virtud.

Todavía faltaría prestar atención a una tercera categoría igual de decisiva a la hora de canalizar el rumbo de nuestras decisiones: los valores con los que trabaja el modelo organizativo a través del que fluye la información necesaria bien para prosperar bien para la supervivencia. Una investigación publicada por la Universidad de Princeton en 2014 (liderada por Eric Anicicha, Roderick Swaabb y Adam Galinsky) estudió con atención la cultura grupal implantada en más de 5.000 expediciones al Himalaya (una muestra de 30.000 alpinistas de 53 países).

Sus descubrimientos ratificaron que los equipos con una fuerte jerarquía lograban alcanzar la cima en mucha mayor proporción que el resto. Pero sufrían de una contrapartida dramática, porque también eran los que acumulaban más víctimas o heridos graves durante el ascenso o el descenso. Por lo tanto, un conjunto de decisiones (como las de proseguir o detenerse ante las inclemencias meteorológica, tomar la ruta adecuada, el horario elegido o la planificación de la disponibilidad de bombonas de oxígeno) se veían perjudicadas por sesgos e inclinaciones intuitivas que ocultaban o hacían que pasará desapercibida información crítica a los propios lideres o por ellos mismos.

De todo ello, sintetizaron dos conclusiones esenciales: la primera es que los valores culturales que fortalecen la jerarquía pueden mejorar y socavar simultáneamente el desempeño de un grupo. La segunda es relativa al modo en que circula la información. Es más provechoso y seguro crear círculos concéntricos a tu alrededor para que la información pueda propagarse más fácilmente en vez de restringir su movimiento a una rígida verticalidad bidireccional. Efectivamente, no es nada fácil balancear nociones y conductas que en apariencia se oponen por su propia lógica interna. Ese es el punto de inflexión: el balance de la complejidad.

Una profesión con futuro para curar el desasosiego que suscita la próxima reconstrucción de la volátil y ambigua cuarta revolución industrial, la globalidad de la economía y la anticipación de las nuevas amenazas con las que nos seguirá sorprendiendo la naturaleza en respuesta al impacto medioambiental que produce el progreso, será la de tener cerca o convertirse uno mismo en experto en minimizar la influencia que despliegan las emociones, los afectos, los sesgos, el inconsciente y el apego a creencias inamovibles y tradiciones férreas sobre las grandes decisiones para, claro está, escalar al peldaño más exigente: desprenderse, en una medida que sea razonable, del interés propio en los momentos de la verdad.

Como Blaise Pascal resumió, los sentimientos se guían de acuerdo con razones que la razón no entiende. Es otro modo de admitir que la decisión perfecta no existe salvo como ideal puro. Nos conformaríamos con entender por qué nos equivocamos y cómo hacerlo mejor la próxima vez. Otra asignatura pendiente para incorporar en el futuro de las profesiones.

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