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Chinos en África: una relación compleja salpicada con tensiones raciales

Un incidente racista en Malaui vuelve a poner sobre la mesa la integración en el continente africano de la comunidad asiática, compuesta por aproximadamente un millón de personas

Una mujer de la tribu mundari pasea con una bandera con letras chinas que halló las obras de una carretera en Terekeka (Sudán del Sur) en 2019.
Una mujer de la tribu mundari pasea con una bandera con letras chinas que halló las obras de una carretera en Terekeka (Sudán del Sur) en 2019.Eric Lafforgue/Art in All of Us (Corbis/Getty Images)

A finales de julio, el ciudadano chino Lu Ke fue expulsado de Malaui tras cumplir un año en prisión. Su delito, dado a conocer por la cadena británica BBC, había revuelto las tripas del público subsahariano. Ke filmaba vídeos con niños africanos recitando en mandarín frases previamente memorizadas y luego los vendía, a modo de felicitación personal, en las redes sociales de China. En uno de ellos, chavales de corta edad decían ser —sin conocer el significado de sus palabras— “monstruos negros con bajo cociente intelectual”. Las imágenes podían llegar a costar 70 euros. Los niños recibían a cambio medio dólar y eran castigados si se negaban.

El turbio negocio de Ke fue originalmente descubierto por el youtuber ghanés Wode Maya. A raíz de su denuncia, la BBC lanzó una investigación sobre la floreciente industria de vídeos por encargo en los que menores africanos saludan o felicitan a individuos chinos. Los reporteros destaparon la red que había pergeñado Ke, camuflada como una escuela de lengua y cultura chinas en Malaui.

El caso despertó una tremenda indignación en medios y redes. Y reavivó el debate sobre la tensión racial entre las comunidades chinas de África y las poblaciones locales. Un asunto que ya había saltado a la palestra anteriormente. Por ejemplo, en 2018, cuando Liu Jiaqi, un comerciante de motos, fue devuelto de Kenia al gigante asiático tras ser grabado por uno de sus empleados llamando a los kenianos “monos que huelen mal”. En la superpotencia asiática, muchos recordarán aún un anuncio publicitario de 2016 que contaba el ‘milagro’ de un detergente: transformar a un hombre negro manchado con pintura en un impoluto joven asiático.

No hay datos oficiales sobre la cantidad de ciudadanos chinos instalados en el continente, aunque los cálculos más fiables desmienten una idea muy asentada: la de inmensas oleadas del Lejano Oriente que llegan para echar raíces hasta en el último confín africano. Yoon Jung Park, directora de la principal red de investigación sobre asuntos chinoafricanos, estima que la cifra ronda actualmente el millón, con números significativos en Sudáfrica, Etiopía, Angola, Kenia o Zambia. Y Eric Olander, cofundador de la ONG China Global South Project, apunta que a finales de la pasada década se pudo llegar a los dos millones. Desde entonces, afirma, “coincidiendo con el desplome de la actividad económica de China en África [debido a la mayor cautela de la superpotencia a la hora de invertir en el Sur global], las cifras han disminuido”. Calcula que hoy son no más de 700.000, un porcentaje “marginal” en un continente con más de 1.200 millones de habitantes.

“En China, cuestionar al jefe es simplemente inaceptable, una norma cultural que no se da en África. No ayuda que muchos jefes chinos traten de exprimir a sus empleados africanos, legal o ilegalmente”.
Yoon Jung Park, directora de la principal red de investigación sobre asuntos chinoafricanos

A pesar de los datos, abunda un mensaje —repetido machaconamente por grupos de presión y medios, principalmente de Estados Unidos— sobre “los chinos yendo a África con un afán colonizador”, explica Roos Visser, investigadora de la Universidad Vrije de Ámsterdam que en abril publicó un análisis titulado Racializando las relaciones China-África. Este cliché “no es ni mucho menos toda la verdad”, subraya por videoconferencia. Porque las interacciones entre chinos y africanos, apunta, tienen infinitos matices, imposibles de condensar y uniformizar. Y con respecto a las supuestas tendencias racistas de parte de la comunidad china, Visser señala que en sus investigaciones no halló “una tendencia racista tan extendida como se da a entender desde Occidente”. En su opinión, existe un interés estratégico en sobredimensionar casos como el de Lu Ke en Malaui, cayendo con frecuencia en la “exageración hipócrita”.

Yoon Jung Park, por su parte, añade que el relato del “peligro amarillo”, que pinta a los asiáticos como una amenaza para Occidente, tiene mucho público en un contexto de rivalidad geopolítica. Y que este tópico puede nutrir acusaciones de racismo (de chinos con africanos) paradójicamente germinadas en otro racismo subyacente (el de occidentales con chinos). Para ella, el supuesto prejuicio sistemático de las comunidades chinas en África no es más que un mito similar al de la trampa de deuda. Una leyenda —descartada hace tiempo por los académicos, aunque persistente en el imaginario colectivo— según la cual China presta fondos de forma masiva a África con la intención de comprometer su soberanía.

Visser y Park tampoco compran el relato idílico que emana del aparato propagandístico chino. Una dialéctica de terciopelo con su gran altavoz en el Foro de Cooperación China-África. Es también falso, sostienen, que las relaciones económicas y humanas entre ambas regiones se estén construyendo de igual a igual, sobre nobles motivaciones y una pura amistad sur-sur.

Grupos de presión y medios repiten un mensaje sobre “chinos yendo a África con un afán colonizador” que “no es ni mucho menos toda la verdad”, opina la investigadora Roos Visser

Yendo de la macroeconomía a la microeconomía, ambas investigadoras admiten que en los entornos laborales africanos a menudo se repiten estereotipos con rancio aroma racial. “He escuchado a muchos empresarios chinos decir que los negros son vagos y que además roban y no te puedes fiar de ellos”, asegura Park, cuyo trabajo de campo se basa en miles de entrevistas por todo el continente. Son clichés, prosigue esta investigadora estadounidense de origen surcoreano, surgidos en buena medida del choque entre distintas éticas de trabajo. Y de formas divergentes de entender la noción de autoridad. “En China, cuestionar al jefe es simplemente inaceptable, una norma cultural que no se da en África. No ayuda que muchos jefes chinos traten de exprimir a sus empleados africanos, legal o ilegalmente”, agrega.

Visser introduce el concepto de jerarquía como clave al interpretar las fricciones raciales chino-africanas. “Una corriente de pensamiento presupone que solo puede ser racista quien tiene poder sobre el otro”, dice. Los ciudadanos chinos en África se dividen en dos grandes grupos. De una parte, los expatriados, empleados con cargos de responsabilidad que trabajan allí, especialmente en minería e infraestructuras, durante un tiempo limitado. Por otra, migrantes que van a África en busca de oportunidades, en principio, indefinidamente. Visser explica que algunos estudiosos consideran que los segundos nunca podrán ser racistas. Al menos no en sentido estricto. “Según este enfoque, quizá lo sean en sus cabezas, pero no activamente”, asevera.

El caso de Lu Ke en Malaui “responde al perfil del migrante chino en África, sin ningún contacto previo con gente de otras razas o culturas”, asegura Olander, de la ONG China Global South Project. Un recién llegado con escasos recursos que aterriza en un país donde cunde la miseria. Un pobre entre una mayoría aún más pobre. “Su proceder es claramente racista, aunque no refleja un racismo estructural como se da en EE UU o Europa”, zanja Park.

En países como Zambia, las autoridades suelen mirar hacia otro lado cuando se denuncian abusos. No diferencian entre China como potencia que lleva inversión y prosperidad, y la conducta de particulares
Yoon Jung Park, investigadora

Toda esta complejidad también puede explicar por qué algunos Estados africanos hacen la vista gorda ante comportamientos denigrantes. “En países como Zambia, las autoridades suelen mirar hacia otro lado cuando se denuncian abusos. No diferencian entre China como potencia que lleva inversión y prosperidad, y la conducta de individuos”, explica Park. Visser recuerda que Michael Sata, presidente de Zambia entre 2011 y 2014, hoy fallecido, protagonizó un cambio de careta antológico. Tras cimentar su campaña en el peligro amarillo, se convirtió (ya como mandatario) en el mejor aliado de los intereses chinos en su país.

La barrera de la lengua

En el trasfondo del debate racial emerge la pregunta sobre el nivel de integración de las comunidades chinas en África. “Más allá del ámbito laboral, resulta casi inexistente”, opina Adams Bodomo, lingüista y profesor de Estudios Africanos en la Universidad de Viena. El factor idiomático, subraya, levanta muros ante los tímidos intentos de intercambio cultural. En una investigación publicada el pasado enero, Bodomo y Jocelyne Kenne demostraron que la gran mayoría de chinos que habitan en un país como Camerún llega (y con frecuencia permanece) monolingüe. En una muestra de 432 individuos, solo el 10% se defendía en francés o inglés al desembarcar en el país. Ninguno tenía nociones de alguna lengua autóctona. Tras años instalados, incluso profesionales como los médicos seguían recurriendo a intérpretes.

“En general no se están integrando”, confirma Park, quien aventura otro motivo poco estudiado que está inhibiendo la mezcla. Se trata del ocio digital (redes sociales chinas, videollamadas con familiares y amigos...), que frena la búsqueda de contactos más genuinos con los locales. En cualquier caso, Park matiza que esta brecha no impide la cercanía física: “Muchos africanos me comentan que los chinos son diferentes a otros extranjeros, que viven en sus mismos barrios y suelen utilizar el transporte público”. Olander distingue entre los empleados de grandes proyectos (que duermen y comen en barracones, trabajan intensamente y vuelven a China lo antes posible) y quienes han ido a África para quedarse: “Estos abren negocios, trabajan en la agricultura o en el sector textil. En varios aspectos, su actividad implica relaciones mucho más estrechas con los africanos que las del grueso de extranjeros”, cita.

Un estudio de 2019 liderado por Hairong Yan desmontó la idea de que las comunidades chinas en África tienden especialmente a la “autosegregación” por su marcado “etnocentrismo”. Yan detectó patrones residenciales y de sociabilidad muy diversos. Y “no más tendentes al aislamiento que los que muestran los blancos”. De nuevo, la alerta sobre el peligro amarillo figuraba en el análisis de Yan como causa principal del estigma que, espoleado desde fuera, arrastran los chinos en África que los hace parecer excluyentes, hoscos y altivos.

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