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Teatro comunitario en Malaui para combatir la violencia sexual desde lo colectivo

Una compañía recorre el país con obras sobre agresiones a mujeres e interpela a la comunidad a que asuma su responsabilidad y participe en la búsqueda de soluciones

teatro malaui
Dos integrantes de Teatro para el Cambio, una compañía de teatro de Malaui que utiliza historias de vida de chicas que han sufrido algún tipo de violencia sexual, realizan una representación en la comunidad de Nbeta, a las afueras de Lilongüe (Malaui).DIEGO MENJIBAR

Christina, un chica malauí con una discapacidad motriz, yace en el suelo con el cuerpo cubierto de polvo. Tiene la mirada ausente clavada en la tierra y apenas logra parpadear. Su vestido blanco ha quedado manchado con la tierra que cubre Tekateka, una pequeña comunidad al norte de la capital de Malaui, Lilongüe. Un grupo de curiosos la rodea en semicírculo, pero nadie hace nada para ayudarla. Christina había acudido a un reclutamiento de personal en su comunidad para acceder a un empleo. A pesar de que su madre se lo prohibió, ella desobedeció y se plantó frente al responsable. Todo ocurrió muy rápido:

―¿A qué has venido? Tú no puedes hacer nada.

―Quiero trabajar, sentirme útil… Quiero ser modista.

―Puedo ayudarte solo si te acuestas conmigo.

―No, de ninguna manera.

Instantes después, Christina fue brutalmente violada por aquel hombre.

Esta escena forma parte de una representación teatral organizada por Theater For a Change (Teatro para el Cambio, TFaC por sus siglas en inglés), una compañía que utiliza historias de vida reales de chicas que han sufrido algún tipo de violencia sexual para crear obras de teatro participativas. “Queremos inspirar a mujeres y niñas marginadas para que desarrollen sus capacidades y su confianza, encuentren su voz y hagan valer sus derechos como personas y miembros de su comunidad”, explica Louisa Kabwila, miembro del equipo directivo de la compañía. Christina es una actriz —con una discapacidad motriz real— que representa un compendio de historias de vida elaboradas por otras adolescentes que sí sufrieron abusos sexuales. La escena es teatro, la historia es real.

TFaC adapta sus funciones en base a los problemas de la sociedad malauí. Por eso, en la obra, Christina representa el papel de una chica que ha sido abusada sexualmente por un hombre, al que una curandera tradicional había aconsejado que, para aumentar su riqueza, tuviera sexo con una discapacitada. Una creencia (recogida en el documento Acabar con la violencia sexual contra las mujeres y niñas en Malaui, elaborado por Unicef en 2020) muy extendida en en el país, donde tres de cada cuatro habitantes cree en la brujería, según una reciente encuesta de Afrobarómetro.

Otra, elaborada a escala nacional en 2013 por el Ministerio de Género, Infancia, Discapacidad y Bienestar Social y titulada Violencia contra las niñas y mujeres jóvenes en Malaui, arrojó un dato espeluznante: más del 60% de las 1.029 entrevistadas aseguraron haber sufrido agresiones durante su infancia. La encuesta recogió también que, entre las mujeres de 13 a 17 años que sufrieron abusos sexuales, el 88,5% declaró que el primer incidente se produjo antes de los 16 años, y casi la mitad, el 48,6%, que antes de los 13. El documento catalogó los resultados de emergencia nacional, una situación que se repite en otros países de África subsahariana. En algunos de ellos, el 76% de las mujeres ha sufrido violencia física y/o sexual en su vida.

La escena es teatro, la historia es real

La creación de las obras que lleva a cabo TFaC implica que las chicas tengan que contar sus historias y, paradójicamente, socialicen el trauma vivido para sanarlo. Kabwila explica cómo lo hacen: “En primer lugar se moviliza e identifica a las víctimas de abuso sexual en las comunidades y se las inscribe para que formen parte como beneficiarias de un proyecto específico. El proceso de desarrollo de las obras implica comprender las historias reales de las participantes para inspirar el drama”. Son ellas mismas quienes crean la historia a representar, basada en sus propias experiencias.

Así fue como Chifundo se unió. Su caso cumplía todo lo necesario para una intervención: tiene una discapacidad, es menor de edad, dejó la escuela a los ocho años tras la muerte de sus padres y sufrió un intento de violación. Además del incentivo económico, dice que ha encontrado en TFaC “un lugar donde compartir” sus experiencias e historias con el público, pero, sobre todo, “un lugar donde ser portavoz de otras chicas discapacitadas”. La historia que representa hoy la actriz Christina es el espejo de muchos aspectos de la vida de Chifundo.

Arteterapia y el precedente del VIH

Esta corriente psicoterapéutica, acuñada por el artista Graham Hill en 1942 como Arteterapia, no es nueva en el país. Sus inicios se remontan a la década de los noventa, cuando la epidemia de VIH azotó Malaui y el primer Gobierno tras la independencia de la colonia británica, liderado por Hastings Kamuzu Banda, no asignó fondos suficientes para combatir la enfermedad. Entonces la lucha contra el VIH fue asumida por las ONG, que recurrieron al teatro como herramienta para concienciar a la población de los peligros que conllevaba el virus: el teatro llegaba más y mejor, y se utilizó para transmitir un mensaje de alerta de la propagación.

Muchos proyectos han encontrado en el arteterapia un medio de expresión para mejorar la salud mental y el bienestar emocional y social de las personas. “La arteterapia incluye las artes y el valor del proceso creativo para permitir que la persona exprese, metabolice, identifique y pueda tomar una cierta distancia del trauma sufrido”, explica Edmundo dos Santos, profesor e investigador de arteterapia y director del Instituto Poiesis. De ahí que los beneficios de este tipo de actividades en relación con el VIH se extendieran hasta otros ámbitos, como el de la atención a las víctimas de violencia sexual. Pero nadie en Malaui excepto TFaC ha enfocado su labor en atender las necesidades de niñas discapacitadas que hayan sufrido abusos sexuales.

La actriz Christina (con una discapacidad motriz real) representa una escena que muestra los momentos posteriores al abuso sufrido, en una obra teatral organizada por Theater For a Change en Tekateka, una pequeña comunidad al norte de la capital de Malaui, Lilongüe.
La actriz Christina (con una discapacidad motriz real) representa una escena que muestra los momentos posteriores al abuso sufrido, en una obra teatral organizada por Theater For a Change en Tekateka, una pequeña comunidad al norte de la capital de Malaui, Lilongüe.Diego Menjíbar

La violencia contra las mujeres es un problema global, y Malaui es uno de los países con mayor inequidad entre hombres y mujeres de todo el mundo. Ocupa el puesto 143 de 155 países en la Clasificación del Índice de Desigualdad de Género elaborado por ONU Mujeres. El documento elaborado por Unicef en 2020 mostró además un problema que hasta entonces había permanecido en silencio: “Las mujeres con discapacidad tienen el doble de probabilidades de sufrir violencia de pareja y otras formas de violencia sexual y de género que las mujeres sin discapacidad”.

Para hacer frente al problema, Malaui ha puesto en marcha una serie de acciones destinadas a la eliminación de la violencia de género. El Gobierno, junto a Naciones Unidas, la Unión Europea y la sociedad civil, se embarcó en 2019 en la Iniciativa Spotlight, un programa centrado en la eliminación de la violencia contra las mujeres y niñas. El proyecto recoge una estrategia de prevención integral que aborda problemas estructurales y vínculos con la salud, los derechos sexuales y reproductivos y el sida. Malaui es uno de los ocho países africanos (13 a nivel mundial) seleccionados para recibir parte de los 260 millones de euros de la UE para implementar Spotlight. Los otros siete son Liberia, Malí, Mozambique, Níger, Nigeria, Uganda y Zimbabue.

Socializar el dolor

Una voz agrandada suena a través de un altavoz en la comunidad de Tekateka: “¿Cómo debemos ayudar ahora a Christina?”. Ella permanece en el suelo, en silencio. La voz pertenece a Asiyatu Mwamadi, actriz y presentadora de radio, y va dirigida al público que rodea la brutal escena. “Tiene que ir al hospital inmediatamente”, responde un asistente. Asiyatu, que interpreta el papel de mediadora entre los actores y el público, explica que no puede hacerlo sola y da varias razones: es menor de edad, acaba de sufrir un shock y su discapacidad le impide expresarse correctamente. Entonces se plantea quién podría llevarla y el público decide unánimemente que sea la madre, pero en la escena esta la culpabiliza y se enfada con su hija porque la ha desobedecido, prohibiéndole ir al hospital como castigo. Conjuntamente, se siguen buscando alternativas para ayudar a Christina. El público piensa.

Una encuesta del Ministerio de Género, Infancia, Discapacidad y Bienestar Social arrojó un dato espeluznante: más del 60% de las entrevistadas aseguraron haber sufrido agresiones durante su infancia.

Tras un largo silencio, Beatrice Gemotoni, una asistente y vecina de la comunidad, levanta la mano y pasa a formar parte de la obra: el público ha decidido que esta mujer, que representa ahora a una vecina de Christina, sea la encargada de llevarla al hospital y cuidarla. “Estas actividades son importantes porque muestran a la comunidad sus responsabilidades. Nos enseñan que todos tenemos un rol y que aunque le pase a otra persona no hay que dejarlo estar. Si los padres están abusando de la hija, hay que decirles que está mal”, expone al terminar la obra.

El objetivo de este tipo de intervenciones no es otro que el de educar y concienciar a la población sobre la violencia sexual y ofrecer soluciones prácticas: “La verdadera transformación social pasa por poder acceder a los diferentes grupos implicados y trabajar con todos los agentes. Si nos quedamos únicamente en la atención a las víctimas, la terapia cojea, porque las dinámicas de abuso y los círculos de la violencia siguen estando presentes, ya que no se llega al ámbito familiar y comunitario. Es importante atender a las niñas pero también a los padres, a la comunidad, a los líderes, a los profesionales… Ahí es donde el arteterapia llega a tener un impacto”, explica Dos Santos.

Esta afirmación cobra especial importancia en Malaui, un país con una sociedad regida por una estructura de poder piramidal muy marcada, donde la mayoría de personas están expuestas simultáneamente a dos formas de poder: la ley constitucional y la ley consuetudinaria (un conjunto de normas jurídicas que no están escritas pero se aplican porque en el tiempo se ha hecho costumbre su cumplimiento). Esta última sigue muy presente en el país y es por eso que, al final de cada representación, la atención se dirige a los jefes del pueblo (los village heads, en inglés) para escuchar y proponer las soluciones necesarias a nivel comunitario que hagan frente al problema: “Sabíamos que la comunidad podía ser un ambiente crítico para una persona con discapacidad, pero no que podían sufrir abusos en el hogar. Vamos a tener una reunión con el resto de los jefes y los padres de esos hogares, para que a partir de ahí sean los jefes quienes sigan los casos, ofrezcan apoyo, etcétera”, explica Tekateka, el jefe del pueblo que lleva su mismo nombre.

Si nos quedamos únicamente en la atención a las víctimas, la terapia cojea, porque las dinámicas de abuso y los círculos de la violencia siguen estando presentes, ya que no se llega al ámbito familiar y comunitario
Edmundo dos Santos, profesor e investigador de arteterapia y director del Instituto Poiesis

“La mayoría de la gente no sabía que esto era un asunto serio, ni siquiera nosotros. Es un toque de atención a nuestra comunidad y un mensaje para aquellos que abusan o quisieran abusar”, reconoce al terminar la representación Gelevazio Inilesi, jefe de Mbeta, otra comunidad al norte de la capital. Hasta la fecha, la Iniciativa Spotlight Malaui ha conseguido la participación de casi 2.000 líderes tradicionales y ha fomentado su capacidad para estimular el progreso hacia el final de la violencia contra mujeres y niñas.

Acompañar a denunciar

Tras comprobar en el hospital que Christina no sufre ningún tipo de lesión, Gemotoni (ayudada por el público) decide acompañar a la víctima a denunciar, no sin antes hablar con el jefe del pueblo. Cuando este las deriva a la policía comunitaria (un cuerpo de voluntarios que no pertenecen a la policía del país pero que se encarga de la seguridad en las comunidades), la vecina les explica que deben denunciar lo ocurrido en las oficinas de la policía estatal ya que ellos solo tienen la potestad de encontrar al violador, pero no de detenerlo. Ambos cuerpos de seguridad trabajan de la mano. “El propósito final es que la gente sea consciente del procedimiento de denuncia en este tipo de abusos y de los derechos de las personas con discapacidad”, explica Asiyatu.

Las representaciones no se limitan únicamente al ámbito comunitario. Cada martes emiten el Radioteatro Interactivo, un programa de radio que permite a las beneficiarias del proyecto idear radionovelas que involucran a la audiencia. Se dirige a múltiples clubes de oyentes de todo el país, que escuchan e interactúan a distancia a través de llamadas telefónicas y mensajes, así como de plataformas de redes sociales y medios de comunicación: la obra se narra a través de la radio y son los oyentes quienes ofrecen las soluciones. “Invitamos también a los titulares de las obligaciones, como parlamentarios y miembros de la policía, para conseguir que la defensa de los derechos sexuales y reproductivos de las niñas sean implementados”, cuenta Kabwila, miembro del equipo directivo de la compañía. “El abuso es un tema que tiene que llegar a las altas esferas. Tiene que ser el propio Gobierno quien impulse medidas políticas y comunitarias para la prevención”, añade Dos Santos.

Solo así se evitarían situaciones como la que sigue sufriendo Chifundo. El hombre que la intentó violar vive todavía en su misma comunidad como si nada hubiese ocurrido. “¿Es posible que la policía no me considerara suficientemente humana como para merecer justicia? Yo creo que sí”, sentencia.

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