Gisèle Pelicot y el cuento de nunca acabar
No hay nada que proteja a las mujeres en una cultura que ha normalizado el abuso sexual a base de medias sonrisas, bromas obscenas y silencios cómplices
La historia es conocida: una mujer cae profundamente dormida por una maldición que actúa como un poderoso somnífero. Tumbada en la cama, vestida y peinada con esmero, nada ni nadie perturban su sueño. Con los párpados cerrados y el rostro en calma, posee la inocencia de la infancia, también su vulnerabilidad. ¿Acaso la inocencia no es siempre vulnerable? Y es cierto, esa mujer dormida es extremadamente vulnerable: el sueño inducido la paraliza como una camisa de fuerza a la que se añadieran correas invisibles que le impiden mover las piernas y escapar; el sueño inducido es una mordaza que le impide gritar; el sueño inducido la deja inerte a merced del mal que acecha en los lugares más insospechados.
Todos conocemos la historia de la Bella Durmiente: un rey y una reina celebran el nacimiento de su anhelada hija; un hada que no ha sido invitada a la fiesta se presenta de improviso y, furiosa, condena a la bebé a morir tan pronto cumpla 15 años al pincharse con una aguja; por fortuna, una segunda hada consigue cambiar la condena a muerte por otra más leve: la joven caerá dormida en un sueño que durará cien años; al cabo de un siglo aparece por fin un príncipe que despierta a la joven. Hay algo que nos fascina en ese cuento del que se han hecho infinidad de versiones. Las más populares son la del francés Charles Perrault (1697) y la de los hermanos Grimm, de origen alemán (1812), más oscura y violenta. Walt Disney lo llevó a la pantalla en 1959 con la visión edulcorada que es marca de la casa. Y en 1996 el escritor estadounidense Robert Coover lo recreó en su novela Zarzarrosa con un giro sexual perturbador y visionario. La última versión se está escribiendo en estos momentos en la sala de un tribunal de Aviñón, al sur de Francia. La Bella Durmiente es ahora Gisèle Pelicot, una mujer de 71 años, a quien su marido drogó durante una década, de 2011 a 2020, para ofrecerla a más de 50 desconocidos, que la violaron mientras estaba sedada.
En las distintas recreaciones del cuento, tanto las amables como las más crueles, cuando la joven cae dormida un espeso seto de zarzas crece en torno al castillo para protegerla. Ni quienes transmitieron el cuento durante siglos al contarlo ni quienes lo escribieron dudaban de que una mujer dormida es una presa fácil para los depredadores. Pero ese seto de espinas lacerantes no basta para proteger a la joven en Zarzarrosa, la versión de Robert Coover. Los depredadores no solo están fuera del castillo, también están dentro. La Bella Durmiente sueña cómo la violan campesinos borrachos, hombres de la corte, viejos temblequeando y hermosos jóvenes; cómo la viola su propio padre.
En la historia de Gisèle Pelicot, el seto protector era su hogar, pero su marido abrió la puerta a los agresores y los condujo al dormitorio, donde ella yacía sedada. Bomberos, periodistas, militares, albañiles, jardineros, camioneros, funcionarios de prisión… disfrutaron al violar a una mujer inconsciente, inerte, abandonada en su propia cama ante la mirada del marido. Fueron más de cien violaciones.
No hay seto que proteja a las mujeres de los miembros de su familia, de los amigos, de los conocidos, de los respetables vecinos, de los ardorosos militantes feministas de la izquierda. Gisèle y su marido tenían tres hijos y siete nietos; llevaban casados 50 años. Ella lo consideraba el hombre “perfecto”. También las madres, las esposas y las hermanas de los violadores los han descrito en el juicio como hombres “excepcionales”, a pesar de que ninguno ha negado haber participado en las agresiones a una mujer que, por edad, podía ser madre de algunos. Donde existió violación, ellos hablan de juego; donde había sumisión química, ellos encontraron complacencia. Y yo me pregunto, ¿quiénes están dormidos en esta historia?
No hay seto que proteja a las mujeres en una cultura que ha normalizado el abuso sexual a base de medias sonrisas, bromas obscenas y silencios cómplices. Las víctimas son tan solo daños colaterales. “Está viva, ¿no? Pues tampoco es para tanto”, parecen decir cuando se refieren a ellas. Gisèle Pelicot, como tantas violadas, está viva, sí, pero asegura asimismo hallarse “totalmente destruida”.
Al denunciar a los agresores, Gisèle ha reescrito el cuento: una historia sórdida con una protagonista mayor y de apariencia frágil, que exhibe una determinación y un valor extraordinarios tan pronto abre los ojos. Su decisión de acudir al juicio con la cara descubierta y de permitir el acceso a los periodistas para que narren lo sucedido ha colocado un áspero foco sobre los acusados: “El violador eras tú. El violador eres tú”. Quienes ocultan su rostro en el juicio ahora son ellos. Un violador en tu camino, el himno que creó en 2019 un colectivo feminista chileno, es la banda sonora de esta última versión: “Duerme tranquila, niña inocente, sin preocuparte del bandolero, que por tus sueños, dulce y sonriente, vela tu amigo carabinero”.
La persistente violencia sexual contra las mujeres explica por qué La Bella Durmiente es el cuento de nunca acabar. Denunciar es el giro del nuevo relato en el siglo XXI. Que la vergüenza cambie de bando. Que la impunidad, ese sueño creador de monstruos, termine. Que nuestra embrutecida sociedad, por fin, abra los ojos.
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