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Columna
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La raya

Casi siempre, el relato que acompaña a la cocaína es diversión desmesurada, eficacia laboral y sexo antológico. La realidad es opuesta: destrozo psicológico, fraude profesional y ruina sexual

Cocaina Algeciras
Un alijo de 9,5 toneladas de cocaína intervenido en Algeciras en agosto de 2023.A.Carrasco Ragel (EFE)
David Trueba

Alguien tendría que estudiar el empecinado empeño de muchos creadores por dotar a la cocaína de unos valores que no posee. El consumo de esta droga se disparó en España hace décadas hasta posicionarnos como uno de los mayores consumidores mundiales. Casi siempre, el relato que la acompaña señala a diversión desmesurada, eficacia laboral y sexo antológico. La realidad es completamente opuesta: destrozo psicológico, fraude profesional y ruina sexual. La pregunta es: ¿por qué tiene tan buena imagen? ¿Por qué ese empeño por retratarla en los picos festivos e inspiradores? La narrativa en el tiempo en que vivimos persigue la explosión del presente, pero carece de profundidad para hablar de las consecuencias. El futuro es necesariamente el código que debemos desvelar para dotarnos de unas instrucciones de uso, pero, en cambio, seguimos aún peleándonos por imponer un relato del pasado, ya sea el colonial, el nacional, el personal, acorde con la pasión ideológica de hoy.

En estos días se habla mucho de algunos escándalos de latrocinio y desmesura y del eterno disparate de ciertas hombrías rotundamente enfermas. En realidad, ambos elementos tienen gran relación, pues no hay mayor vínculo de unión que el que provoca la mentira. Todas las mentiras se parecen; son una corrosión inacabable del carácter. Empiezan a veces por una falsedad anecdótica y acaban por desencadenar el terremoto más demoledor. Nadie relacionará estos sucesos, que apuntan hacia intimidades fraudulentas, con episodios externos. Pero justo en estos días los servicios aduaneros de la Agencia Tributaria acaban de intervenir un enorme cargamento de cocaína en el puerto de Algeciras. En un contenedor procedente de Ecuador se encontraron nada menos que 13 toneladas de cocaína. Todos sabemos que España es uno de los grandes puertos de entrada de droga, así que las cantidades requisadas nos pueden servir de pista sobre la magnitud de lo que entra sin ser detectado. En Países Bajos, que es el otro gran punto de entrada en Europa, las organizaciones del narco amenazan a las autoridades con un grado de desfachatez que impresiona. Por ahora, entre nosotros, entregados a polémicas estériles, la tranquilidad es absoluta.

Pero esa tranquilidad nuestra no evita que se vayan haciendo evidentes las consecuencias de un consumo disparado. Si analizáramos las raíces profundas de algunos episodios que saltan a las portadas, nos encontraríamos con el inconfundible rastro de la cocaína. Al igual que miramos con estupor los estantes de los supermercados de ocasión y descubrimos que el sector de las bebidas energéticas no deja de crecer, también nos podemos preguntar si esta popularización de las drogas de estimulación y rendimiento no es la culminación de un proceso de transformación de las personalidades para convertir la vida íntima en una prenda de consumo. Cuando se reducen las relaciones humanas a los hábitos de uso y disfrute, no es raro que las personas acaben siendo tratadas como muñecos a tu servicio. La prisa es ya un hábito. Esa incapacidad de relacionar el esfuerzo pausado con la satisfacción profunda nos entrega a la búsqueda de aceleradores, de estimulantes, de revigorizantes, de fibriladores que nos terminan por confundir del todo. El triunfo y la conquista acelerada esconden detrás degradación, ridículo, patetismo y abyección. La cocaína es el condimento que hace tragable lo vomitivo.

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