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Democracia
Columna
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Vencer la inacción democrática

Para conseguir superarla quizás lo importante sea adquirir conciencia acerca de que también las instituciones democráticas pueden cambiar. Que no están grabadas sobre roca. Que nunca lo estuvieron. Que nuestras teorías más adoradas pueden necesitar revisión

Nayib Bukele
Nayib Bukele tras recibir las credenciales del Tribunal Supremo Electoral que certifican su reelección, en San Salvador, en febrero de 2024.Salvador Melendez (AP)

Bolsonaro, Kirchner, Maduro, Trump. Individuos. Estamos todo el tiempo hablando de ellos, refiriéndonos a ellos, atribuyendo a ellos la crisis democrática. Como si la democracia no fuera, más bien, una arquitectura dentro de la cual funcionamos (o no) las personas.

Cualquier resultado político, cualquier elección de un Milei o un Bukele, es el resultado conjunto de dos cosas, la voluntad expresada en las urnas y los diseños institucionales, formales e informales, que transforman en resultados institucionales dicha voluntad. Cambia una regla de elección, por ejemplo, o una condición importante de la deliberación pública, y cambiará el resultado. Si no existiera el colegio electoral, Clinton y Gore, y no Trump y Bush, habrían sido presidentes de Estados Unidos, y si los algoritmos fueran regulados, los incentivos estarían dados para otro tipo de opinión pública.

Pero a la democracia liberal le ha salido costra, una incapacidad de autorreforma alucinante.

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La inacción democrática es la creencia equivocada de que las instituciones democráticas liberales –los parlamentos, los sistemas de elección, la aplicación de las reglas mayoritarias, la Constitución de los gobiernos, las reglas de la deliberación pública, la interpretación de los derechos fundamentales– tienen que quedarse igual a como fueron hace dos siglos fabricadas.

No siempre fue así. En los siglos XVIII y XIX, se hablaba de políticos, claro, pero no menos que de los grandes arreglos constitucionales. Es de lo que discutían Bentham y Mill, y ni que decir los fundadores norteamericanos. Pero ahora este sistema que crearon ellos vuela a altura crucero, como si nada lo afectara.

Los demócratas de hoy rechazan las amenazas de afuera –el populismo, la polarización, las noticias falsas–, de los que no quieren democracia, pero olvidan o subestiman los problemas a su lado de la cancha.

Olvidan que, por su diseño pesado, la democracia es incapaz de proporcionar resultados rápidos. Con sus múltiples instancias, negociaciones, intereses, es lenta con la injusticia. Es recalcitrante y elitista. Omiten que a veces resulta que las libertades –de expresión, de asociación, de propiedad, de creación intelectual– también se usan para oprimir.

No es de sorprender que no puedan dialogar con quienes amenazan a la democracia “desde fuera”. Se trata, afirman, de gente que ha perdido la razón. Lo inquietante es que casi nadie ha perdido la razón. Lo perturbador es que casi siempre la gente hace las cosas porque tiene razones. A un joven de hoy sin ningún chance real en la vida, la democracia tiene que prometerle algo diferente a que tendrá muchas libertades que de todos modos no podrá usar. Solo que es más llevadero pensar que hay un mundo –el mundo de Trump, Milei y Bolsonaro– que soltó los estribos, y que nosotros estamos a salvo del otro lado.

La democracia necesita autocrítica. Para conseguir superar la inacción democrática, quizás lo importante sea adquirir conciencia acerca de que también las instituciones democráticas pueden cambiar. Que no están grabadas sobre roca. Que nunca lo estuvieron. Que nuestras teorías más adoradas pueden necesitar revisión.

Lo contrario a la inacción democrática es la innovación democrática. La innovación democrática es una nueva disciplina con sus autores, practicantes y literatura propia. La innovación democrática es un nuevo campo de la acción política que aboga por la reforma de algunos aspectos, incluso estructurales, de nuestros edificios democráticos contemporáneos. Cuestiona, por ejemplo, que nuestros representantes deban siempre ser elegidos. ¿Por qué no elegirlos de manera aleatoria? Disputa que siempre debamos votar por un candidato o por un partido. ¿Por qué no otras opciones que nos permitan jerarquizar nuestras preferencias, o graduarlas? Critica las jefaturas unipersonales de nuestros gobiernos actuales. ¿Por qué no delegar algunas administraciones en cuerpo plurales? Replica a que en Sillicon Valley sean decididas las reglas principales de nuestro debate público. ¿Por qué no tomarnos en serio los algoritmos de las redes sociales y regularlos por nuestra cuenta, como hacemos con cualquier otro servicio público?

El nuevo catálogo institucional de la democracia deliberativa presenta buenas oportunidades.

La democracia deliberativa es una teoría acerca de la legitimidad política. Lo que legitima la política, nos dice, son las razones, no los votos ni las mayorías. A falta de razones, y aun en presencia de votos y mayorías, no tenemos sistemas legítimos. Ni siquiera el respeto por las minorías puede alcanzar estas demandas de legitimidad. También las mayorías requieren y merecen razones.

La consecuencia institucional de todo esto es que tenemos que mejorar las razones y, sobre todo, nuestra capacidad de razonar en una democracia. El uso creciente del sorteo político en el mundo para que grupos de ciudadanos aleatoriamente elegidos puedan dedicar tiempo a razonar y a escuchar las razones de los otros, es un ejemplo. De las asambleas aleatorias y deliberativas que nacieron en British Columbia hace veinte años, se han realizado con éxito en países europeos como Francia, Bélgica e Irlanda, y comienzan a formalizarse en otras partes del mundo, se pueden decir muchas cosas buenas. Se puede decir que son representativas. Se puede decir que dignifican a la ciudadanía al llamarla a cumplir un papel político significativo. Se puede decir que alcanzan acuerdos mejor que los políticos. Se puede decir que recuperan el ideal ateniense de que quien puede ser mandado, puede también mandar.

Pero hoy quisiéramos decir que son un freno a la inacción democrática, porque permiten abordar asuntos que los políticos no quieren tratar, y abordarlos mejor, con una mejor deliberación. Deberíamos darles una oportunidad.

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