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DICTADURAS MILITARES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Asedios a la democracia en América Latina

A cuarenta años del inicio de las transiciones democráticas, que deshicieron las últimas dictaduras militares, las tendencias autoritarias avanzan desde distintos flancos

Nayib Bukele en Colombia
El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, el pasado domingo.Gladys Serrano
Rafael Rojas

La reconfiguración del mapa político de América Latina, en los últimos años, ha hecho visible la crisis de la democracia en la región. Una crisis que, en contra de una hipótesis muy difundida en la década pasada, no proviene únicamente de la autocratización de algunos sistemas políticos inscritos en el bloque bolivariano, como el venezolano o el nicaragüense.

A cuarenta años del inicio de las transiciones democráticas, que deshicieron las últimas dictaduras militares, las tendencias autoritarias avanzan desde tres flancos, por lo menos. No necesariamente esas tendencias llegan a conformar una regresión autoritaria o un tránsito a regímenes híbridos o iliberales, como asumen algunos diagnósticos apresurados, pero sí colocan las democracias en una cuerda floja, que pende entre los liderazgos y las instituciones.

Un primer flanco de avance de la impugnación democrática es el de las nuevas derechas, a veces llamadas, sin demasiada precisión, “ultras”, “extremas” o “alternativas”. Líderes en el gobierno como Jair Bolsonaro, Nayib Bukele o Javier Milei, o partidos en la oposición como el Republicano en Chile, Integración Social en Perú o Centro Democrático en Colombia, han mostrado diversas facetas de malestar con las democracias creadas por las transiciones de fin de siglo.

A veces se trata de un malestar que se expresa por medio de una visión nostálgica de los autoritarismos de la Guerra Fría o de un anti-izquierdismo de acentos macartistas, que no oculta una agenda excluyente de cara al campo político. En sus versiones más cercanas a una desdemocratización, esas derechas apuestan por un retroceso en materia de derechos sociales, por un achicamiento del Estado y, a la vez, por un reforzamiento de los poderes emergentes, los estados de excepción y las prebendas a los militares, que amenazan el pacto civil de las transiciones.

El otro flanco del deterioro democrático es el más reconocible de las viejas izquierdas bolivarianas, especialmente en sus versiones venezolana, nicaragüense y cubana. Aunque cada vez con menos influencia regional, esas izquierdas siguen poseyendo arraigo en bases de otras más inscritas en el nuevo progresismo latinoamericano, que reconocemos en Gobiernos como los de Gabriel Boric en Chile, Gustavo Petro en Colombia y, en menor medida, Andrés Manuel López Obrador en México.

En alguno de esos gobiernos, emblemáticamente en el mexicano, hay señales de distanciamiento del progresismo, como el enfoque extractivista en la estrategia energética o la falta de compromiso con políticas ambientales, comunitarias y de género, que no pocas veces se traducen en tensiones con el activismo feminista, ambientalista e indígena. A esos distanciamientos podría agregarse una hostilización discursiva, y eventualmente legal o constitucional, de los organismos autónomos y la sociedad civil, que recuerda el despotismo bolivariano, aunque sin cancelar el marco de pluralismo democrático.

El tercer flanco por el que avanza la inestabilidad democrática en América Latina es transversal y se verifica tanto en la izquierda como en la derecha. Las crisis de seguridad provocadas por la expansión del crimen organizado, el narcotráfico, las pandillas urbanas y las diásporas migratorias generan una atmósfera propicia para la seguritización de la política. Ahora mismo, la concentración de superpoderes o facultades delegadas en el ejecutivo tiene lugar en muy diversos contextos nacionales: El Salvador y Nicaragua, Argentina y Ecuador, Venezuela y Perú.

El reeleccionismo o la permanencia del mismo líder en el poder afecta sistemas políticos distintos, con orientaciones ideológicas y geopolíticas contradictorias como El Salvador con Bukele, Bolivia con Arce y Morales, Venezuela con Maduro y Nicaragua con Ortega y Murillo. La incapacidad para concertar reacciones diplomáticas regionales hace evidente la polarización continental y el deterioro de los foros de integración.

Una nota positiva, en medio de tantas señales de alarma, ha sido la toma de posesión presidencial de Bernardo Arévalo en Guatemala, luego del triunfo electoral indiscutible del Movimiento Semilla. Los mecanismos interamericanos, que han exhibido su ineficacia frente a cismas políticos recientes como los de Venezuela, Bolivia, Perú o Nicaragua, pudieron acompañar el proceso guatemalteco, sentando un precedente que ojalá se pruebe en otros contextos.

El pobre desempeño de la OEA y otros organismos internacionales, en las últimas crisis políticas latinoamericanas, se debe a lecturas equivocadas del mapa regional, que sólo ven amenazas a la democracia en la izquierda o, más específicamente, en Venezuela, Nicaragua y Cuba. Esa limitación analítica impide constatar que los pactos democráticos también se resienten cuando se desmantela el Estado, se reducen derechos sociales o se atropellan garantías constitucionales en nombre de la seguridad nacional.

Después de cinco años de predominio de la alternancia en el poder o el voto de castigo en las elecciones latinoamericanas, comienza una fase de continuismo que podría verificarse en El Salvador, México, Venezuela, Bolivia y Nicaragua. En algunos casos, como el salvadoreño, el venezolano y el nicaragüense, al reeleccionismo se suma una apuesta por la hegemonía absoluta o la sub representación opositora, que poco contribuye a la preservación o rescate del marco democrático.

En México también es perceptible una tendencia poderosamente hegemonista en el nuevo partido oficial, sus medios de comunicación y sus redes sociales. Abiertamente se busca un segundo sexenio de Morena, ya no con mayoría calificada sino absoluta en el congreso federal, con el propósito de llevar adelante reformas constitucionales diseñadas por la actual administración.

Cabría preguntarse si para los propios fines del Gobierno sucesor y su declarado rol en la región latinoamericana y caribeña, conviene más un proyecto político tan fuertemente hegemonista o una modalidad que conceda un margen de acción razonable a la oposición y la sociedad civil. En todo caso, por ahora, la dinámica electoral mexicana está muy lejos de las fórmulas inequitativas y predecibles que, desde las antípodas del espectro ideológico, se observan en Venezuela y El Salvador.

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