La muerte por hambre de Roberto Alonso dentro de una cárcel de El Salvador
Diabético y con problemas de tensión, fue detenido en 2022 bajo el régimen de excepción de Bukele. No tenía antecedentes ni pruebas en su contra. Le pusieron la primera audiencia para 2025. No aguantó. Su pareja, Verónica Reyes, pide justicia
El paquete contenía siempre leche, cereales, avena, harina de maíz y soja. Nunca le faltó también el azúcar. Roberto Alonso Villatoro era diabético y no lo podía tomar, pero Verónica Reyes, su pareja, pensaba que quizás podía intercambiarlo dentro por algo que a él le gustara, o regalarlo a algún compañero. Roberto fue detenido el 3 de diciembre de 2022 en una colonia del centro de San Salvador y trasladado finalmente al penal de Izalco, a unos 75 kilómetros de la capital. No tenía antecedentes penales ni tampoco había pruebas en su contra, pero la fecha de su primera audiencia judicial se había pospuesto para 2025. Reyes, dice, se puso un compromiso para que aguantara fuerte: cada 15 días ella llevaría el paquete a la cárcel. Enumera con cuidado lo que incluía: un cepillo de dientes y un jabón especial —”porque es conocido que adentro los reos sufren mucho por las enfermedades de piel”—, un boxer, su short, una camisa. El 27 de enero, Verónica Reyes recibió la única llamada que le hicieron en 14 meses las autoridades penitenciarias. Roberto había muerto y tenía que ir a recoger su cuerpo. El dolor se retorció al reconocerlo: “Estaba ante un cuerpo que murió de hambre”.
La colonia 22 de abril es un laberinto. Hay una calle principal a la que llegan cientos de angostos pasajes que se conectan de una manera que solo sus vecinos conocen. Era un barrio conflictivo, violento, controlado por las pandillas. El conductor enfila la entrada y dice: “Nunca había podido subir. Antes, ya a esta altura, estaríamos encañonados”. Antes de que el presidente Nayib Bukele iniciara su guerra contra las pandillas. El Salvador, que lideró durante años el ranking como país más violento de Latinoamérica, lleva desde marzo de 2022 bajo un régimen de excepción. Los homicidios se han desplomado, las maras han sido aniquiladas y un coche con cristales tintados y periodistas puede entrar a este barrio que luce ahora casas recién pintadas y plantas en las ventanas.
Aquí nacieron Roberto, de 38 años, y Verónica, de 44, y aquí se conocieron hace más de una década. Nunca llegaron a casarse, pero regentaban juntos una pupusería y una tienda de abarrotes. Ella, cocinera, y él, trabajador de una fábrica de aceites, decidieron abrir un negocio propio cuando la empresa de Roberto lo despidió por un recorte de personal. Vivieron en una casa humilde con los tres hijos de Verónica, que lo consideran su padre adoptivo, 10 tortugas, tres gatos y cinco diminutos Chihuahuas, que reciben buscando el sol. “Con ese hombre no había tristezas, a lo malo le buscaba lo bueno”, dice Verónica Reyes y sí se ríe.
Al menos 75.000 personas han sido detenidas en el régimen de excepción, que se suman a las 35.000 que ya estaban antes en las cárceles. En un país de 6,2 millones de personas, hay más de 110.000 en la cárcel. Casi el 1,7% de la población. Es la tasa de encarcelamiento más alta del mundo. Entre los detenidos, ha reconocido el Gobierno de Bukele, hay inocentes. ¿Cuántos? Se han presentado más de 6.000 recursos a la Corte Suprema. El Ejecutivo, a punto de reelegirse este domingo, los considera un coste asumible para mantener el clima de seguridad. En estos 22 meses, en una cifra que supera incluso a Venezuela, 224 personas han muerto en las cárceles, según la organización Socorro Jurídico. No se sabe el número real porque el Gobierno ha reservado la información durante siete años. El último golpe de los abusos le llega a esta mujer amable, de mirada firme y sonrisa fácil, que en un régimen de miedo se atreve a decir que a su compañero de vida lo mataron.
No tenía nada especial el 3 de diciembre. La pareja hacía mandados y atendía la tienda. La policía y los militares patrullaban los pasajes. Se habían llevado ya a muchos de estas calles enmarañadas. A Roberto Alonso lo habían parado varias veces, pero había mostrado su documentación y su celular, y había seguido su camino. Alrededor de las dos de la tarde, Reyes volvía de visitar a su madre cuando vio a los uniformados sacando de la tienda a su pareja. En unos 20 minutos revisaron los mensajes, audios y fotos de su teléfono, también comprobaron que no tenía antecedentes. Reyes confiesa que no se preocupó: “El señor agente hizo todo su trabajo, no encontró absolutamente nada cuando lo investigó”. “Pero al final me dijo: ‘Mira, este es el procedimiento y yo de todas maneras me lo tengo que llevar”.
Rápido, Roberto esposado. De rodillas frente a la camioneta. Se arremolinan los vecinos. “Vieja, me llevan”, consigue decirle a una vecina mayor, que protesta sin éxito a los militares. Verónica trata de grabar cómo lo tiran como un saco al vehículo, pero la policía le obliga a borrar el video, si no se quiere ir detenida ella también. “No me permitieron hablar con él. Lo vi a distancia, no me permitieron acercarme, solo nuestras miradas hablaban. Solo nuestras miradas”. Rápido, el calvario.
A Roberto Alonso, a quien acusaron de asociación ilícita, lo trasladaron en tres ocasiones de cárcel. Cada vez más lejos, cada vez en peores condiciones. Estuvo los dos primeros meses en la Ex Cárcel de Mujeres, de Ilopango, cerca de su casa; después otros dos en el centro penal de Quezaltepeque, a una hora en transporte público, y la última parada fue Izalco, a donde Verónica tardaba en autobús unas cinco horas cada día entre la ida y la vuelta.
De los traslados se enteraba por los grupos de Facebook o de WhatsApp que avisaban que sacaban a los presos y su probable destino. Ahí que llegaba ella con sus cosas. “Resulta que cuando a ellos les hacen los traslados no les permiten llevar nada de sus pertenencias. Entonces yo me voy ya preparada, me voy con su colchoneta porque era permitido en ese penal. Y con su paquete. Siempre lo reciben, pero no es garantía, porque no hay un comprobante. Uno deja confiado en que sí realmente le va a llegar”, dice triste.
La mujer había cerrado la pupusería mientras Roberto seguía en la cárcel, para retomarlo juntos cuando saliera. “Yo decía pues para que se mantenga fuerte, que no le falte su comida. Aunque sea un poquito que coma, aparte de lo que se supone que le dan”. Diabético e hipertenso, Reyes descubrió que a su pareja lo movían de celda pero siempre dentro del área que los familiares identificaban para los enfermos. “Mi consuelo era que ya que estaba ahí ojalá le estuvieran dando atención médica por las condiciones de salud de él”. Preguntó cada vez. Siempre la misma respuesta: “Ahí está bien”.
“Así fue mes a mes con los paquetes. No había nada de información de los reos. Nunca recibí una llamada del abogado del Gobierno. Jamás pude hablar con Roberto. Jamás pude verlo”. Hasta que llegó el 27 de enero de 2024. Recibió la llamada del penal de Izalco a las 10.00 de la mañana. No le dieron mucha información. Su pareja había muerto en el hospital Saldaña de San Salvador y ella tenía que ir a por él. “Cuando tuvimos que reconocerlo... era una persona, pero en un estado calavérico. O sea, que no sirvió de nada, que yo me esforzara cada 15 días en llevarle comida. No sirvió de nada. Su piel, esta piel de los brazos, se le pegaba a los huesos. La piel de su cara se detenía sobre su cráneo. Cuando lo descubrieron era un esqueleto. Él no se alimentó, no sé desde cuando”. Verónica ya solo llora.
Va a recibir los resultados de la autopsia en un mes y en unos 10 días la valoración del hospital. De momento solo tiene un documento escrito a bolígrafo donde el titular del instituto de Medicina Legal escribió como dictamen forense: “Falleció a consecuencia de edema pulmonar (causa preliminar, pendiente reporte de estudios complementarios)”. Verónica Reyes cree que al no recibir atención médica dentro de la cárcel se pudo complicar su estado de salud. No es un secreto el infierno dentro de las prisiones de Bukele: varios informes de organizaciones y de personas supervivientes relatan que los presos tienen que dormir de pie por falta de espacio, que las palizas son frecuentes, que nunca salen de la celda ni ven la luz, que reciben manguerazos de agua fría, descargas eléctricas, que no comen ni tienen derecho a medicación.
“Si él se agravó, yo hubiera podido llevarle alguna medicina, porque hay muchos comentarios que ahí no tienen lo suficiente para los tratamientos. Pero yo nunca recibí un aviso”. Llora. Repite las consecuencias: “En esas condiciones inhumanas, murió mi pareja. Sin derecho a defenderse, a que hubiera un juicio donde se presentaran pruebas y documentos, a comprobar si era o no era culpable. Lo único que me decían era que las audiencias eran para el 2025, ¿cómo él iba a aguantar tanto?”.
Verónica dice segura que ella sí va a ir a votar este domingo. No quiere que la historia de Roberto se repita. Aunque reconoce que tiene miedo, por ella y por su hijo, estudiante de aeronáutica. “Hablar mal del régimen es como un delito. Tú hablas mal, te echan el régimen. Tú reclamas, el régimen. Hasta el día de hoy si mi hijo sale yo estoy con incertidumbre, qué va a pasar afuera cuando donde yo no esté, donde yo no lo vea, porque ahora se los llevan aunque no tengan delito alguno. Entonces, ¿qué garantía tenemos de seguridad? Yo creo que eso no es seguridad”.
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