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EDITORIAL
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una amnistía constitucional

El Gobierno tiene que identificar claramente los límites de negociación que la ley admite sin comprometer su viabilidad

Puigdemont, el 13 de diciembre, en un pleno del Parlamento Europeo en Estrasburgo.
Puigdemont, el 13 de diciembre, en un pleno del Parlamento Europeo en Estrasburgo.Europa Press News
El País

El reenvío a la Comisión de Justicia de la proposición de ley de amnistía tras el voto en contra emitido por Junts, junto al PP y Vox, ha abierto un debate acerca del margen de negociación que existe sobre la redacción final de la ley. Las actuaciones judiciales que pretenden imputar a Carles Puigdemont por terrorismo hacen que Junts reclame ahora una amnistía que no contemple las excepciones en materia de terrorismo que recoge el texto en forma de actos que “de forma manifiesta y con intención directa” hayan causado “violaciones graves de derechos humanos”. Aunque el miedo a que su líder quede fuera de la aplicación de la ley tenga fundamento, la realidad es que el poder legislativo puede aprobar una ley de amnistía, pero no puede convertir la amnistía en la garantía absoluta de blindaje para nadie, pues la ley deberá ser, en último extremo, aplicada por los jueces.

La ley de amnistía no solo debe tener los apoyos políticos necesarios en las Cortes para que pueda entrar en vigor y aplicarse; debe reunir también las exigencias técnicas necesarias si quiere desplegar sus efectos con eficacia y mantenerse en el tiempo. Y es que tendrá que superar el control que sobre ella realice el Tribunal Constitucional y también el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, encargado de resolver las cuestiones prejudiciales que planteen los tribunales nacionales encargados de aplicar la norma. Nada de esto ocurrirá con éxito si la ley pretende amnistiar todo acto susceptible de ser considerado terrorismo.

El Gobierno de Pedro Sánchez está invirtiendo un capital político muy importante al defender una amnistía apelando a los beneficios que la misma producirá en términos de convivencia. No le resta valor a la iniciativa política el hecho de que haya sido un condicionante impuesto por Junts para garantizar su investidura. Con todo, la legitimidad que tiene un Gobierno para explorar opciones de alto voltaje político como la que implica una amnistía debe poder maridar bien con una firme determinación a la hora de identificar claramente los límites de negociación que el instrumento legislativo admite sin comprometer su viabilidad. Y es que la ley solo podrá desplegar los efectos para los que ha sido creada si nada compromete su vigencia futura. Parece claro que el texto rechazado por Junts no admite más retoques sin comprometer su constitucionalidad y su compatibilidad con el derecho de la Unión Europea. Tiene sentido que el Gobierno se mantenga firme en la negativa a cambiar la redacción actual de la ley de amnistía y, en cambio, carece de sentido que admita explorar para seguir negociando con Junts cambios en una norma tan relevante para la buena marcha de los procesos penales como la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

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Las dudas que suscitan algunas actuaciones como la del juez Manuel García-Castellón contra Puigdemont invitan a creer en explicaciones metajurídicas. Afortunadamente, el Estado de derecho permite canalizar cualquier duda a través de los mecanismos de control que analizan la existencia de indicios o actuaciones contrarias a derecho. Carles Puigdemont podrá activar todos los mecanismos para afrontar la defensa de su causa y reclamar, en su caso, la aplicación de la ley de amnistía para sí. Tratar de aliviar esta pesada tarea a quien huyó de Cataluña tras declarar su independencia no es razón suficiente para comprometer la entrada en vigor de una norma que beneficiará a cientos de personas, ni puede justificar ad eternum una negociación cuyo margen de acción para el Gobierno parece agotado.


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