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Tribuna
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Los cuerpos del algoritmo

Los criterios de belleza, salud y corrección que se programan estabilizan una enorme violencia social que enseña a quienes pierden que deben esconderse y aceptar que otros marquen qué destinos les corresponden

Tribuna Moreno 22/01/24
EVA VÁZQUEZ

En la sociedad de la información interaccionamos con gran cantidad de relatos, compuestos de imágenes y palabras, sobre qué es tener un cuerpo como es debido, es decir, deseable, saludable y, dado que tenemos que ganarnos la vida, rentable, valioso para quien nos emplea o interesante para las personas con las que necesitamos contactar para progresar. La fuente de esos relatos se encuentra en algoritmos producidos por la inteligencia artificial que nos asignan qué es lo que nos gusta, nos conviene y nos interesa. Como ha demostrado Massimo Airoldi (Machine Habitus: Toward a Sociology of Algorithms, 2021), las máquinas parecen tener un habitus, concepto vinculado con la sociología del gusto de Pierre Bourdieu.

Todos tenemos ciertas disposiciones a actuar de una determinada manera ante ciertas situaciones. En esos momentos cabe retraerse o exponerse y hacerlo con estilos distintos, con un toque masculino o femenino, típico de personas prosaicas o de gente que se presume sofisticada, poniendo toda la carne en el asador o con distancia irónica y desdén. Es un modo de ser del que no somos casi conscientes y controlarlo nos cuesta horrores. De hecho, para evitar esas propensiones debemos estar muy alerta y activar una atención muy tensa. Eso es el habitus: el resultado de construirnos un segundo cuerpo cultural a partir de nuestra experiencia, sobre todo de aquella procedente de nuestro primer núcleo de relaciones. En este se incuban criterios que nos inclinan a que algo nos guste o nos disguste. Esas primeras tendencias pueden corregirse, aunque no es fácil, ya que establecen una tonalidad con la que nos enfrentamos al mundo. Es verdad, que los gustos con los que se formó nuestro cuerpo pueden cambiar tras el contacto con diferentes contextos y otras personas procedentes de otras realidades; desgraciadamente, no es sencillo y podría pensarse que esos gustos son análogos a la primera programación de la inteligencia artificial. Nuestro cuerpo íntimo como personas sexuadas, vinculadas con imágenes de lo que se debe apreciar y lo que no, puede ser adiestrado para el cambio, al igual que las plataformas recogen datos en la interacción con usuarios que validan lo que se les ofrece como bello, saludable o socialmente apropiado. Los cuerpos con los que entramos en relación, formados en sus peculiares periplos, generan nuevos gustos pero siempre a partir de unas primeras pautas de clasificación.

Pensemos en un algoritmo que nos proporciona consejos de salud o de belleza. Ese algoritmo procede de la cultura que tuvieron los programadores, que suelen ser personas de determinados grupos sociales y que tienen por evidentes ciertos criterios de gusto o de disgusto, de lo que es saludable y de lo que no. Los usuarios pueden modificar esos criterios, pero siempre dentro de los códigos de la programación, si bien los dispositivos más avanzados conocen la emergencia de articulaciones imprevisibles para los programadores. En esos casos la programación de base juega un papel, pero surgen dinámicas nuevas.

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Aunque existan estos desarrollos imprevisibles, la programación juega un rol estratégico. Un problema básico al que nos enfrentamos es el de si los criterios de salud o de belleza, de cómo alimentarse, hacer deporte o vestirse, obedecen a los presupuestos de una experiencia social sesgada que tiende a clasificar como insano o feo lo que creían como tales personas de una determinada clase social, con sus correspondientes niveles de cultura y modelos de relación con los demás. El cuerpo de la programación, como la dimensión íntima del habitus, tiende a ser acogedora con determinados cuerpos y despectiva con otros, y por tanto a orientarnos según modelos sociales muy discutibles.

Bourdieu propuso pensar en el espacio social a partir de tres dimensiones: las diferencias económicas, culturales y de sociabilidad. Además insistió en la importancia de dimensión sexual en la base de la primera socialización. Concebirse como mujer y como hombre tiñe íntegramente nuestra manera experimentar las interacciones sociales. Bourdieu aducía un ejemplo convincente: la posición prototípica de los hombres en el acto sexual —activa— se transmite en los insultos como práctica de dominación: el que da —masculino— impone, la que recibe —femenino— es humillada; joder es imponerse, que te follen es someterse.

A través de esos cuerpos sexuados, vinculados con el trabajo, con prácticas culturales y de ocio debemos interrogar la cultura depositada en el algoritmo, así como aquella fruto de los usuarios que le proporcionan datos, y que genera nuevos procesos de aprendizaje. Al fin y al cabo el primer cuerpo del algoritmo, su programación, marca cierta propensión, en sus relatos de imágenes y palabras, a considerar ciertos cuerpos visibles o abyectos, útiles para ciertos trabajos y posiciones, dotados de sofisticación o no y susceptibles o no de convertirse en nuestras parejas. Pensemos en los insultos que reciben las mujeres en posiciones políticas cuando sus cuerpos desentonan con lo que la gente está entrenada a considerar un modelo correcto. La división sexual del trabajo hace que, en tanto mujeres, se enjuicie más su apariencia física. Se les recrimina, por ejemplo, si están gordas como si hubiera un parámetro de la corpulencia que ha de tener una persona para representar a la ciudadanía. Sin duda, quienes así actúan han recibido pautas de juicio, desde edades muy tempranas, a través de imágenes en Instagram, videos de TikTok, consejos de Facebook u olas de comentarios en X. Esas pautas les provocan satisfacción o ansiedad en función de si se aproximan o no a los prototipos corporales que se les ofrecen y tienden a proyectarlas en la valoración de su cuerpo y el de los demás. Normalmente esos prototipos proceden de ciertas personas con más o menos tiempo para cuidarse y con un criterio acerca de en qué sentido hacerlo. No está claro que esos criterios sean los mejores, sabiendo además que ciertos algoritmos incentivan la atención a la singularización por la violencia expresiva. Siguiendo con el ejemplo, estaría bien tener representantes políticos menos guapos y más capaces de tolerar la divergencia, de darle sentido por cauces democráticos y de discutir sobre los problemas verdaderamente importantes.

Los criterios de belleza, salud y corrección que programan los algoritmos estabilizan una enorme violencia social que enseña a quienes pierden que deben esconderse y aceptar que otros marquen cómo se ven y qué destinos les corresponden. Con una diferencia fundamental: la programación no conoce el dolor, el cuerpo humano sí. Ese dolor, cuando se maltrata a un cuerpo, deriva de renegar de nuestra disposición genética, de las marcas que el trabajo deja en nuestra morfología y de los destinos sociales que frecuentamos. Ese dolor, y en eso Bourdieu seguía a Freud, nunca desaparece por mucho que aceptemos el dictamen que nos excluye. La humillación permanece cargando una batería de resentimiento susceptible de ser encaminada por los discursos de odio y simplificación que fortalecen las disposiciones más oscuras de nuestro habitus.

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