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Las otras vidas
Tribuna
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Y Dios creó a Trump

El expresidente de EE UU posee la facultad de ser inmune a las estrategias cada vez más agresivas que se lanzan contra él, aunque de tarde en tarde nos conceda el respiro engañoso de que parezca que por fin ha sido derrotado

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Fran Pulido
Antonio Muñoz Molina

Donald Trump es como una de esas criaturas monstruosas de las películas baratas de ciencia ficción y de terror de los años cincuenta, que emergen amenazadoramente de no se sabe dónde y parece que van a apoderarse del mundo o a destruirlo, y cuantos más disparos reciben, más ataques, más descargas químicas letales, se vuelven más fuertes todavía, crecen más rápido, se yerguen sobre los héroes y los científicos que al intentar controlarlas no han hecho otra cosa que alimentar su poder. El Godzilla gigante que arrasaba ciudades japonesas de evidente cartón piedra derribaba a manotazos como si fueran moscas los aviones de caza lanzados contra él, y además carecía de la vulnerabilidad sentimental del pobre gorila enamorado King Kong. King Kong pertenece a una fantasía de exotismo colonial heredada de las novelas imperialistas de aventuras del siglo XIX: extraviado y fugitivo en la Nueva York del siglo XX, su peligro era muy escaso, y su supervivencia tan difícil como la de otros grandes animales salvajes condenados a la extinción.

En las primeras décadas del cine, el género de terror era todavía heredero de la novela gótica, de la que provenían todos sus monstruos, el conde Drácula, la criatura de Frankenstein, el Hombre Lobo, el Mr. Hyde peludo y criminal que tenía su refugio en el laboratorio del doctor victoriano Henry Jekyll. Godzilla y los variados seres monstruosos en blanco y negro de los años cincuenta fueron ya radicalmente modernos, porque habían nacido de esa nueva forma definitiva de terror que era la bomba atómica. El cine de miedo da formas visibles a las pesadillas de una racionalidad empujada al desvarío por la naturaleza monstruosa de la realidad. La transformación de un ser humano normal en una mosca gigante, en un diminuto homúnculo, en una masa pululante e informe, no viene ya de una mordedura o de un producto químico mezclado en una probeta, sino de la radiación nuclear, que es también la que ha engendrado a Godzilla, justo en el mismo país en el que centenares de miles de personas quedaron pulverizados o convertidos para siempre en fantasmas de sufrimiento incesante por la explosión de las dos bombas atómicas, los productos hasta entonces más sofisticados del progreso científico. Las criaturas nacidas de la destrucción se vuelven ellas mismas casi indestructibles: casi, porque el cine, siendo un arte comercial, tiende a los finales confortadores, y detrás de las historias que parecen de máxima complejidad tecnológica y futurista reitera siempre el esquema de la más antigua de todas, que es la de la lucha entre el héroe y un animal poderoso y maléfico que al final queda derrotado.

La realidad, a diferencia de la ficción, no obedece a los límites de la verosimilitud. Y el cine comercial, como carece de prejuicios y escrúpulos, acierta muchas veces a inventar seres desatinados y argumentos imposibles que acaban siendo metáforas perfectas del tiempo en el que se han hecho populares, y hasta premoniciones inquietantes de lo que vendrá. No hay distopía ficticia de la literatura o del cine que dé ahora mismo más miedo que la primera página del periódico o los primeros minutos del telediario. Cuando veo a los megamultimillonarios de ahora, (Elon Musk con sus cohetes y satélites, Mark Zuckerberg con su flequillo copiado del emperador Augusto, Jeff Bezos con su yate gigante que no cabe en ningún puerto, Bill Gates con su cara de niño decrépito y su apostolado de plutócrata salvador del mundo), de quienes me acuerdo es de los malvados todopoderosos y misántropos de las novelas de Ian Fleming, y de las primeras películas de James Bond, todavía muy fieles a ese origen narrativo. Por comparación con sus imitadores contemporáneos y reales, aquellos criminales de la estirpe del Doctor No y Goldfinger ya se nos vuelven tan entrañables como el Doctor Moriarty de las novelas de Sherlock Holmes. Aparte de su obsolescencia tecnológica, tenían la desventaja de ser personajes de ficción, y sometidos por lo tanto a esas reglas de verosimilitud y coherencia que obedece siempre la literatura.

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A Donald Trump no habría podido inventarlo nadie. Se parece algo al Lex Luthor que interpretaba Gene Hackmann con peluquín amarillo en aquel memorable Superman que dirigió Richard Donner en 1978, y también a los wiseguys y jefazos de la mafia de New Jersey y de Queens, que a su vez imitaban el vestuario y el lenguaje de los mafiosos ficticios de Coppola y Martin Scorsese. Y como los monstruos imaginados por los especialistas en maquillajes y efectos especiales, Trump posee la facultad de ser inmune a las armas y a las estrategias cada vez más agresivas que se lanzan contra él, aunque de tarde en tarde nos conceda el respiro engañoso, tan frecuente en el cine, de que parezca que por fin ha sido derrotado, que ha recibido más impactos de los que ningún organismo vivo podría soportar, que yace aniquilado en su tumba, en el ataúd que ninguna garra de vampiro podrá horadar, o bajo los hielos del ártico, o en el fondo del mar.

El respiro era falso, la argucia más antigua y más repetida que existe, aunque nunca deja de ser eficaz. El sosiego de lo que parecía la última escena risueña y trivial de la película se quiebra con un golpe de efecto que desata una exclamación de miedo en la sala de cine. El cuerpo caído se levanta, tambaleante y todavía más feroz. El dinosaurio radioactivo se mueve de nuevo bajo las ruinas que parecían haberlo sepultado para siempre. Trump pierde las elecciones en 2020 y la derrota se convierte en victoria robada para sus fieles. Trump alienta nada menos que el asalto al Capitolio y hasta sus partidarios más cercanos temen que esta vez ha ido demasiado lejos y perdido el crédito que le quedaba, pero el apoyo impúdico a esa sublevación lo vuelve todavía más popular. Trump es juzgado por estafa, por fraude electoral, por abuso sexual, por delitos fiscales, y cada uno de esos episodios convence a millones de creyentes evangélicos de que es una víctima de la persecución de los poderosos y de los impíos, y lo comparan a Jesucristo azotado e inocente en el tribunal de Poncio Pilatos.

Trump se ha pasado la vida haciendo ostentación de su promiscuidad sexual, de sus infidelidades y divorcios, de su grosería física y verbal con las mujeres: para los cristianos evangélicos es como el rey David, que fue adúltero y sin embargo sirvió a Dios y agrandó la gloria militar del reino de Israel; también es como el rey Ciro el Grande, que era idólatra y pecador, pero, según se cuenta en el libro de Isaías, permitió al pueblo hebreo regresar a su tierra desde el cautiverio en Babilonia. Un motivo por el que a un europeo le cuesta comprender los Estados Unidos es la imposibilidad de hacerse una idea del peso que ejercen sobre muchos millones de personas la religiosidad cruenta del Antiguo Testamento y los delirios del libro del Apocalipsis, leídos y aceptados en un sentido literal. Para toda esa gente, en un país tan dividido, las elecciones no van a ser una disputa entre demócratas y republicanos, sino entre el Bien y el Mal, con sus pavorosas mayúsculas. Hay un video, muy popular entre evangélicos, en el que sobre una imagen del planeta Tierra en el espacio truena una voz grave que repite con una cadencia de recitado bíblico And God gave us Trump. Nunca el terror se mezcló tanto con lo grotesco. Las pesadillas de la realidad han vuelto irrelevantes las peores fantasías del cine. En su nueva metamorfosis, en su inaudita reencarnación, la criatura amenazante que vuelve resulta ser el Mesías.

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