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Las otras vidas
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Solo el misterio

La educación estética del niño empieza con los juguetes, con las canciones y los cuentos, y por eso en la literatura hay una raíz más profunda y más pura que no es la de lo literario

muñoz molina 6 enero
Fran Pulido
Antonio Muñoz Molina

De niño deseaba cosas que no podía tener, pero no envidiaba a los que sí las tenían. Cada año pedía un tren eléctrico en la carta a los Reyes Magos, y aun antes de descubrir el triste secreto sobre ellos ya intuía que aquella petición iba a quedar sin respuesta. Pero como en mi calle ningún otro niño recibía aquel juguete suntuoso, el tren eléctrico seguía formando parte del mismo mundo inaccesible en el que se movían los héroes de las películas. Desde principios de diciembre, aquellos trenes emprendían sus viajes circulares en los escaparates de las jugueterías, en sus paisajes simplificados de montañas, túneles, puentes, estaciones con tejados alpinos y relojes en miniatura. Yo los miraba tras el cristal y la simple felicidad de la contemplación era tan perfecta que volvía superflua la idea de poseer lo contemplado. La intensidad con que lo miraba hacía que fuera mío el tren eléctrico. Hacemos nuestra la obra de arte, el libro o la canción sin ninguna necesidad de poseerlas. Es más de cada uno porque es de todos y es de nadie. La educación estética del niño empieza con los juguetes, con las canciones y los cuentos, y por eso en la literatura hay una raíz más profunda y más pura que no es la de lo literario. Yo no había visto de cerca ningún tren, y en mi tierra había colinas de olivares o de viñas, no bosques de montaña, pero en la campana de vidrio del escaparate el tren eléctrico y su paisaje formaban una maqueta suficiente del mundo, una visión a la vez fantástica y meticulosa que hacía concreto el misterio y daba un aire de fábula a una calle de todos los días.

A los siete, a los ocho años, un niño tiene ya una plena conciencia de las cosas pero habita todavía un universo parcialmente mágico en el que perdura la posibilidad del prodigio. Quizás esto era más así en una época en la que había muchas menos imágenes, y desde luego muchísimos menos objetos. Hasta los 11 o 12 años yo no empecé a familiarizarme de verdad con la televisión. Las cosas surgían delante de nosotros con una integridad deslumbradora. En las pantallas de cine, brotando de la oscuridad, todo tenía dimensiones inmensas y colores muy vivos, con frecuencia más ricos y variados que en la realidad: las caras, los caballos, las espuelas de los jinetes, los penachos de plumas y los cuerpos bronceados de los indios que cabalgaban a pelo en las películas del oeste. Las profundidades del mar a las que descendían los submarinos no eran menos hipnóticas porque estuvieran simuladas en estanques de los estudios de Hollywood dotados de turbinas y ventiladores para levantar tempestades. En la radio estaba el otro misterio de las voces y los sonidos gracias a los cuales lo invisible se hacía visible en la imaginación.

“Solo el misterio nos hace vivir. Solo el misterio”, dice apasionadamente Lorca, que llevó siempre consigo como un poeta primitivo las impresiones de la naturaleza originaria vividas de niño en la Vega de Granada. El misterio era más poderoso que nunca en la noche de Reyes. Las figuras de barro pintado de los nacimientos cobraban vida y se volvían de tamaño natural, aunque de consistencia fantasmagórica, para llegar con todo su cortejo sin ser vistas de nadie, aunque las representara el simulacro festivo y nunca del todo convincente de la cabalgata en el atardecer del día 5 de enero. Puedo acordarme de un tiempo anterior en que esas cabalgatas municipales y multitudinarias aún no existían, y por lo tanto la fiesta era aún más íntima, hecha casi del todo de invisibilidad y expectativa del prodigio. Por aquellos tejados con chimeneas de las que brotaba en la medianoche un humo espectral de madera de olivo y aquellas ventanas altas de desvanes y graneros llegaría de algún modo la comitiva sigilosa de los Reyes Magos, sus pajes, sus sirvientes atareados y eficaces, y era posible que las pezuñas de sus camellos resonaran sobre el empedrado de nuestras calles desiertas y poco iluminadas con el mismo redoble que los rebaños de vacas o los cascos de los mulos y los caballos.

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Pero nos avisaban de que una vigilancia imprudente podría frustrar el deseado advenimiento. Me asomaba de reojo a la ventana, con impaciencia fervorosa, con miedo, y la calle era la misma de siempre a esa hora, y la plazuela en la que desembocaba, con sus bombillas en las esquinas, que servían más para agigantar las sombras que para disiparlas, pero también era el escenario de algo, una inminencia más tentadora porque nos estaba prohibido verla. Del comedor llegaban los rumores de conversaciones de los adultos, tan extrañamente ajenos a la atmósfera de misterio y espera que respirábamos nosotros, en nuestro cuarto a oscuras, quizás con una raya de claridad debajo de la puerta. Era una época en la que adultos y niños vivían en mundos muy ajenos entre sí, como los colonos europeos en sus villas y los nativos en sus chozas, en torno a sus hogueras, cantando y narrando historias en un idioma que los blancos desconocían. Los adultos tenían vidas muy duras y muy atareadas y los niños eran muy numerosos y pasaban mucho tiempo juntos y sin vigilancia alguna en el país silvestre de la calle, niños y niñas en zonas contiguas pero separadas entre sí, sin mezclarse nunca, ni en los juegos, ni en los juguetes, ni en las canciones.

Sin darnos cuenta nos quedábamos dormidos, agotados por el nerviosismo de la espera. No sabíamos que nos estábamos educando a la vez en el aprendizaje doble del misterio y de la paciencia, del entusiasmo y la perseverancia. Abríamos los ojos y aún no era de día, así que agudizábamos la mirada para distinguir las cosas en aquella débil claridad, con el corazón palpitando muy fuerte en el pecho. Algo se veía, en la penumbra, o detrás de una cortina. Había un paso del estremecimiento a la confirmación, de lo vago y prometedor a lo tangible.

Así iba a ser ya para siempre en la vida. Nunca vino el tren eléctrico, pero no recuerdo que hubiera ninguna decepción, porque tampoco había tenido yo verdadera esperanza. Un fondo de sentido de la realidad moderaba las quimeras infantiles. Aparecía una caja de lápices de colores, un pequeño barco de lata al que se daba cuerda, un plumier, un libro, un tablero del juego de la oca, y su aspecto tan cotidiano estaba tocado de misterio porque eran regalos de los Reyes. Lo que veían nuestros ojos ya con la primera claridad, lo que tocaban nuestras manos, era la belleza nítida de las cosas reales, la excepcionalidad de lo común, la plenitud de los sentidos que lo percibían: el olor de la goma, el de la madera de los lápices, el tacto y el olor y los colores de las ilustraciones en los libros. No se nos estaban cumpliendo exactamente deseos, y ni se nos habría ocurrido exigir nada, y menos aún pedir cuentas por lo no conseguido. La caja de 12 colores era idéntica a cualquier otra y también era excepcional porque había llegado como un regalo y por sorpresa, un don más valioso porque no lo habíamos esperado. La lectura de aquellos libros nos subyugaba más porque venían de no se sabía dónde, no elegidos por nosotros sino en virtud de un azar inescrutable, que ya iba a ser siempre el mismo que nos haría encontrar a lo largo de los años la mayor parte de los libros, las músicas, las ciudades, y por encima de todo las personas decisivas en la vida. Solo el misterio nos hace vivirla de verdad.

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