Un 20 de diciembre
Teníamos casi 18 años cuando fue asesinado Carrero Blanco, y a pesar de la impaciencia, no sospechábamos todo el tiempo de espera que todavía nos quedaba, cuánta negrura sería preciso atravesar
Mi amigo Antonio Madrid vino a darme la noticia en la mañana gris de diciembre. Habían matado a Carrero Blanco. Anduvimos por la calle y había un silencio más profundo que el de todos los días a esa hora. No había manera de saber mucho más. Es muy difícil hacerse a la idea de lo aislado que podía estar uno del mundo exterior, con canales de información muy limitados, y todos oficiales, con pocos teléfonos, con una inercia universal de cautela y silencio. Mi amigo tenía ciertas conexiones: en su casa había teléfono; su hermana mayor estaba lejos, en la universidad, sumergida en borrosas militancias que a nosotros nos admiraban, y de las que nos llegaban inicios materiales valiosos, tocados por el prestigio de la clandestinidad y tal vez el heroísmo: ejemplares de Mundo obrero impresos en multicopista, panfletos con hoces y martillos, convocatorias de huelgas lejanas, fotografías confusas de militantes obreros encarcelados.
Era un tiempo estancado en el que no parecía que fuera a suceder nunca nada. Ahora, retrospectivamente, sabemos que no faltaba mucho para la muerte de Franco, para el vendaval de vértigo y de miedo y ebriedad frágil de esperanza que vendría después. Pero entonces el porvenir era un horizonte cerrado, un bloque sin fisuras, con el negro siniestro de los chaqués de los dignatarios oficiales y de las sotanas eclesiásticas, con el blanco y negro de los telediarios y el gris de los uniformes de la policía, los muebles metálicos de las oficinas y el humo del tabaco que fumaban funcionarios de ademanes despóticos y gesto y aliento avinagrados. Había más colores, desde luego, pero todos eran de una extraordinaria fealdad, una epidemia de sordidez visual que se correspondía con el envilecimiento moral de muchos años acumulados de sumisión a un poder cuartelario: predominaban aquellos horrendos marrones de los primeros setenta, los marrones del vestuario, de los groseros edificios de ladrillo especulativo, los murales de cerámica marrón en las fachadas de las cafeterías, los de las moquetas en las discotecas, las vidrieras de color caramelo; y también los jerséis de cuello vuelto con olor a tabaco, los pantalones de pata de elefante, la proliferación capilar de cejas unidas y bigotes, las corbatas marrones de nudo grueso, las camisas de picos muy anchos. Por algún motivo esa era la modernidad indumentaria de los miembros jóvenes de la Brigada Político-Social, que vivieron entonces sus tiempos de gloria, repartiendo bofetadas en los interrogatorios sin quitarse el cigarro de la boca, ufanos de sus patillas peludas y sus bigotes caídos, imaginándose que actuaban en películas americanas de policías.
Ahora, con motivo del cincuentenario de aquel atentado, veo imágenes documentales de entonces y me sorprende descubrir que la realidad era todavía más fea que mis recuerdos. Vivíamos mis amigos y yo en el arranque impaciente de nuestra primera juventud, a punto de cumplir 18 años, y nos encontrábamos atrapados en ese tiempo inmóvil, en el tedio inmenso de una dictadura cuya completa decrepitud se manifestaba en la rigidez sombría de las ceremonias oficiales, con sus galerías de vejestorios de bigotes finos, gafas oscuras, condecoraciones, y sobre todo en la figura del propio tirano, amojamado y como momificado en vida, tan invulnerable a la edad como a la compasión, apareciéndose cada 31 de diciembre con la voz débil y la mano temblona, leyendo un discurso de fin de año que era como el aviso reiterado de que nada iba nunca a cambiar.
Una persona muy joven vive en una enconada rebeldía contra la lentitud del tiempo que aún le falta para emanciparse como adulta. Nosotros íbamos a cumplir 18 años en un país en el que parecía que estuvieran parados todos los relojes. Había un motivo añadido para nuestra sensación de tiempo empantanado. Unos meses atrás habían nombrado ministro de Educación a un demente que de la noche a la mañana decidió que los cursos académicos en la universidad no irían de septiembre a junio sino de enero a diciembre. Nos habíamos preparado para escapar de nuestra familia y de nuestra provincia en cuanto terminara el verano y de pronto teníamos por delante tres meses más de espera.
Fue un otoño raro, una eternidad de impaciencia y de tedio. Madrid había estado al alcance de la mano, con sus promesas de cumplimiento de la vocación y de activismo político, y de pronto volvía a quedar lejos, en un porvenir que tardaría más por culpa de la intensidad de la espera. Sin movernos de Úbeda ya éramos como forasteros anticipados, desleales a nuestros afectos y a nuestros arraigos, ansiosos por romperlos. Yo me distraía escribiendo cartas fechadas en Madrid varios meses después, contando a los que se habrían quedado noticias de mi vida futura. Más que las publicaciones clandestinas y los manuales de marxismo que nos llegaban a través de la hermana de mi amigo Antonio, lo que alimentaba nuestro antifranquismo era una discordia visceral contra el mundo. “We want the world and we want it now”, rugía más que cantaba Jim Morrison en una canción que escuchamos mucho aquel otoño, intercalándola con los discos de Quilapayún, de Víctor Jara, de Paco Ibáñez. Por caminos inesperados y hasta misteriosos los ecos de rebelión vital de la música pop llegaban desde California a las ciudades de provincia españolas alimentando un caldo de cultivo que se mantenía secreto pero muy activo, por debajo de la conformidad cerril sobre la que se sostenía el régimen, tanto al menos como sobre la costumbre del miedo.
Y de pronto, esa mañana, algo había sucedido, aún no sabíamos exactamente qué, una explosión que trastornaba el silencio forzoso, el murmullo habitual de chismes y rezos, quizás el comienzo de algo, quizás el primer aviso de esa gran sublevación popular que estaban siempre vaticinando con voces épicas los locutores de la Pirenaica, la emisora que escuchábamos con puertas y ventanas cerradas después de media noche. Mi amigo Antonio y yo íbamos esa mañana por las mismas calles que estábamos impacientes por perder de vista, conspiradores quiméricos, hablándonos en voz baja, mirando de soslayo hacia la puerta siniestra de la comisaría, en la que reinaban con jactancia los sociales de patillas largas y bigotes muy poblados. Buscábamos signos reveladores de lo que tal vez estaba sucediendo en la lejanía de Madrid. Pero lo único que observábamos era la vida ordinaria, la repetición de las caras y los escaparates de las tiendas, quizás alguna mirada furtiva, gente acodada en la barra de un bar mirando al televisor con menos aire de curiosidad que de calculada indiferencia.
El conocimiento histórico nos induce a olvidar que el porvenir inmediato siempre es un espacio en blanco. Aquel día, durante horas y horas, en la televisión solo ponían conciertos de música de cámara, una dilatada pesadumbre en blanco y negro. Algo había sucedido, pero muy pronto, después de la retórica fósil de los discursos oficiales y de las pompas funerarias, fue otra vez como si no hubiera sucedido nada. Unos días más tarde el vejestorio eterno volvió a dar su alocución de fin de año. Parecía a punto de desmoronarse como una momia reducida a polvo y a vendajes podridos. Leía con dificultad y su voz era casi inaudible, tan temblorosa como sus manos: pero aún le quedó tiempo y energía para firmar siete sentencias de muerte, y sus esbirros siguieron torturando a estudiantes y sindicalistas, y cuando ya agonizaba sus herederos y parásitos lo mantuvieron en vida como un despojo lacerado, como si así pudieran seguir parando los relojes. Mi amigo Antonio y yo nos fuimos por fin de nuestra ciudad en los primeros días de enero de 1974, sin imaginar todo el tiempo de espera que todavía nos quedaba, cuánta negrura sería preciso atravesar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.