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TRIBUNA
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Vergüenza secular en Gaza

Apelando a la legítima defensa tras los terribles asesinatos de Hamás, Netanyahu se emplea en el exterminio de los palestinos denunciado por Sudáfrica en La Haya como si pretendiera acabar con la próxima generación

ISRAEL-HAMAS WAR
enrique flores

En abril de 1933, el partido nacionalsocialista alemán impone las primeras medidas antisemitas y decreta limitaciones para los ciudadanos judíos, quienes son perseguidos y asesinados por sus conciudadanos alemanes, instigados por las autoridades nazis y enfermos de antisemitismo. Los cristales de los escaparates de los comercios judíos se llenan de insultos, y el odio hacia ellos crece. Cuando en el colegio de su hija de nueve años, fruto de su matrimonio con la intelectual judía Lola Landau, comienzan a discriminar a la niña, su padre, el escritor alemán Armin T. Wegner, decide escribirle una carta abierta a Adolf Hitler. Wegner, convencido pacifista, que había fotografiado los crímenes cometidos por los turcos contra los armenios en Anatolia y en el desierto de Mesopotamia, decide escribir una carta que, sin embargo, ningún periódico se atrevió a publicar, por lo que decidió enviarla directamente a la Braunes Haus, la sede del partido en Múnich. La carta llegó a manos de Martin Bormann, el jefe de la Cancillería, y la Gestapo detuvo al escritor pacifista en agosto de 1933. Tras un largo periplo por distintos campos de concentración, Wegner pudo exiliarse en Italia y en 1968 fue reconocido como Justo entre las Naciones por la Yad Vashem, la institución que otorga el título de Justo a quienes defendieron, sin ser judíos, al pueblo hebreo: “Quien salva una vida salva al Mundo entero”, reza la Mishná, 4:5.

En su misiva a Hitler, Wegner subraya el hecho de que Alemania se había construido con el trabajo y el talento de los judíos, y que la participación de estos en la I Guerra Mundial, como él mismo lo hizo, no fue sino en su condición de ciudadanos alemanes. Pero lo más interesante de la argumentación que el pacifista le dirige a Hitler es lo que se refiere a un concepto que andaba también en boca de otros intelectuales europeos como Günther Anders, y que hoy está en grave peligro de desaparición, el concepto de vergüenza. La vergüenza podríamos definirla como un sentimiento de aversión, una visión odiosa de nosotros mismos, observados a través de los ojos de nuestro ideal, del que nos alejamos en algún aspecto.

Pues bien, Wegner opinaba que si el Führer no detenía el antisemitismo creciente en Alemania se cubriría de vergüenza, de una vergüenza secular. “¿Sobre quién caerá el mismo golpe que hoy se pretende asestar a los judíos sino sobre nosotros mismos?”, se pregunta, y apela a otro concepto que hoy también está en franco desuso, el de dignidad. “¡Defienda la dignidad del pueblo alemán!”, le pide ingenuamente al futuro Führer.

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Una vergüenza secular debería caer sobre la humanidad toda porque la dignidad humana está en peligro 90 años después, de la mano de aquellos que representan a los que quiso defender Wegner. Y lo está porque el diente por diente, ojo por ojo, multiplicado por mil, que el ejército de Israel está llevando a cabo en Gaza y Cisjordania vuelve a ser una limpieza étnica, un genocidio como el que los verdugos de hoy sufrieron en la Alemania nazi. Un trauma intergeneracional se ha transmitido entre las víctimas de entonces hasta asumir tácticas similares a las de su agresor alemán. Apelando a una legítima defensa tras los terribles asesinatos y secuestros de Hamás, el Gobierno ultraconservador de Israel ha convertido a la totalidad del pueblo palestino en cosas, animales-humanos les llaman los dirigentes de Netanyahu, y se emplean en su exterminio matando indiscriminadamente a civiles, en su mayoría niños, como si pretendieran acabar con la próxima generación. Es como si el estatuto de víctimas que entonces legítimamente consiguieron les diera derecho a una violencia desproporcionada (”mentalidad expiatoria”, la llamó Sánchez Ferlosio), y el odio del que fueron depositarios se hubiera vuelto contra los palestinos, deshumanizados hoy como lo fueron entonces ellos. Es importante aquí que diferenciemos entre el Estado de Israel, su población y los judíos del mundo, aunque el 57% de la mayoría judía israelí ve insuficiente la fuerza empleada contra la población civil de Gaza y Cisjordania, alineándose con su Gobierno.

De los episodios de exterminio que hemos vivido a lo largo de los siglos XX y XXI (tutsis, armenios, rohinyás, kurdos), este es uno de los que más mueve las conciencias de los ciudadanos del mundo, incluidos, lo que nos llena de esperanza, los judíos ortodoxos y laicos que reclaman la paz dentro y fuera de Israel. Multitudinarias manifestaciones se repiten en la mayoría de los países y, sin embargo, nadie consigue parar la matanza. Se dice que existirá un antes y un después de esta catástrofe humana que nos hace constatar la ineficacia para reclamar la paz tanto de la ciudadanía como de instituciones internacionales como la UNRWA o la OMS, y de ONG como Médicos sin Fronteras o Amnistía Internacional. El veto de EE UU al llamamiento a un alto el fuego de la ONU no hace sino confirmar el apoyo de su Gobierno al belicismo y la impotencia de su ciudadanía, junto a la tibieza cómplice de Europa.

La desafección política aparece aquí como una reacción comprensible cuando la indefensión aprendida, el profundo sentimiento de que nada de lo que hagamos cambiará la situación, se convierte en el síntoma de nuestra época. ¿Para qué comprometerse? Refugiarse en el individualismo desertando de la vida política, ser idiotas, es un mecanismo de defensa contra el sufrimiento psíquico que la contemplación del dolor ajeno que nos interpela y nos llama, que nos invita a conmovernos con él y a actuar, nos produce cuando no podemos evitar ni gestionar ese dolor.

Sin embargo, no habrá vergüenza secular que nos redima porque hemos borrado la distancia entre lo que somos y nuestros ideales, y porque estos, de haberlos, han hecho descender gravemente el umbral de lo humano.

¿Qué hacer frente al descenso progresivo del valor de la vida y de la dignidad que este conflicto pone en evidencia?

El miedo a la vergüenza individual y colectiva, en palabras de Hannah Arendt, es lo que movía las conciencias de los gobernantes, vertebrando a algunos hombres y mujeres justos. Pero hoy carecemos de ese antídoto. La dignidad y la moral, y la vergüenza que nos ruboriza es un efecto de ambas, constituían a veces un freno y un acicate para luchar contra una violencia que se volvería contra los perpetradores y sus descendientes como un bumerán, pero hoy ya no sabemos en qué consisten ni dónde ir a buscarlas.

Quizás sea por esto que apelar a la dignidad se ha impuesto en los movimientos sociales de los últimos años, porque los atentados contra ella se multiplican, empujándonos a convertirnos en una sociedad indigna.

Hemos visto la desnudez de Noé, la inutilidad de nuestras instituciones globales para detener el genocidio del pueblo palestino, o su incapacidad para tomar medidas urgentes y suficientes contra el cambio climático, pero no sentimos esa vergüenza secular a la que aludía Wegner, sino un dolor sordo, sin nombre, cuyos efectos ya percibimos en nuestros jóvenes adoloridos, desesperanzados, despojados de futuro y de dignidad, cuyas ideaciones suicidas crecen hasta alcanzar a un tercio de la población universitaria.

La denuncia que ha emprendido Sudáfrica ante el Tribunal Internacional de Justicia de Naciones Unidas (TIJ) de La Haya, acusando al Estado de Israel de genocidio, puede aportar un rayo de luz en el que depositar nuestra maltrecha esperanza.

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