Un señor de Murcia
Un hombre conocido durante un encuentro literario me dejó pensando sobre qué debemos contar los que tenemos el privilegio de ser leídos
Yo hoy les iba a hablar de Ayuso, que esta semana colgó en su Twitter una foto de varios yonquis de fentanilo para criticar la ley antitabaco. La columna iba a arrancar con un chascarrillo, un recurso facilón pero efectivo: les diría que, al ver el tuit de la presidenta, tuve que comprobar si se trataba de una cuenta parodia. No lo era. A Ayuso le parecía buena idea ironizar con que, aunque en algunos Estados y ciudades americanas se prohíba fumar en las terrazas, tienen adictos por las calles.
Ello me iba a dar pie a reflexionar, o eso creía, sobre el auge del populismo, que como demuestra la victoria de Milei cada vez utiliza más la palabra libertad, y sobre que la peligrosa derecha que viene es esa y no la de los aranceles y las fronteras. Planeaba escribirlo en el tren, de camino a Murcia, donde iba a dar una charla. Pero llevaba en el bolso El reino, de Carrère, y entre escribir acerca de los delirios de Ayuso o leer sobre la conversión del francés al cristianismo, habría sido insensato escoger lo primero.
Cuando salí del AVE y me encaminé a la biblioteca en la que se celebraba el encuentro, me puse a buscar una cita de Milton Friedman que recordaba vagamente y a ordenar mis argumentos sobre el populismo liberal. No sospechaba entonces que no serviría de nada: en el turno de preguntas, un señor de Murcia me arruinaría la columna.
Al señor de Murcia, que pidió la palabra para hacer, más que una pregunta, una reflexión, se le antojaba que lo que yo escribía en este espacio era cursi y “poco comprometido”; le parecía un desperdicio que alguien a quien le brindan un huequito en EL PAÍS lo usase de cuando en cuando para hablar “que si de dar la teta”, de tener hijos o un abuelo con un corral, con la de cosas que pasan en el mundo.
En respuesta, le conté que es curioso porque cuando escribo sobre Ucrania o la amnistía muchos me mandan, como escritora de modistillas que soy, a escribir sobre dar la teta; y cuando escribo sobre dar la teta, esos mismos se quejan de que no escriba sobre Ucrania o la amnistía. Pero el caso, añadí, es que traer niños al mundo o que sigan existiendo las casas familiares centenarias también son “cosas que pasan en el mundo”, y menos mal. Después menté a la golfilla del pelo rojo de Chesterton, que para quien mira sin ver será solo un texto de niñas con piojos en lugar del más bello manifiesto revolucionario que se ha escrito jamás.
Aun así, el señor de Murcia me dejó pensando sobre qué debemos contar los que tenemos el privilegio de ser leídos. Repasé quiénes eran mis columnistas favoritos, vivos y muertos, e intenté dilucidar sus motivaciones, con qué estaban comprometidos. Concluí en que en ningún caso era con la actualidad. Y en que lo ideal seguramente sea que el plumilla no se comprometa con lo que se les ocurra cada semana a sus señorías, dentro o fuera del hemiciclo, sino con Dios. Y si uno es descreído, con los trascendentales del ser: solo merece ser escrito, como seguramente solo merezca ser vivido, aquello que sirva al bien, la bondad o la belleza.
Así que a partir de hoy y gracias a un señor de Murcia, intentaré hablarles de las sillas de anea de los corrales de pueblo o de la inocencia de los críos, que es la que renueva el mundo, cada vez que me vea tentada de desbarrar sobre el último tuit de Ayuso.
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