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Columna
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Potencias e impotencia

Todo acto de agresión es una derrota inapelable de la inteligencia. Incluida la representación narrativa, que es ya hoy un tópico perezoso de la incapacidad creativa

Una mujer palestina herida llora mientras sostiene la mano de su familiar muerto frente a su casa, tras los ataques aéreos israelíes dirigidos contra su barrio en la ciudad de Gaza, este lunes.
Una mujer palestina herida llora mientras sostiene la mano de su familiar muerto frente a su casa, tras los ataques aéreos israelíes dirigidos contra su barrio en la ciudad de Gaza, este lunes.Abed Khaled (AP)
David Trueba

La brutalidad desatada entre los atentados salvajes de Hamas contra inocentes israelíes y la respuesta sin mesura contra los civiles palestinos de Gaza debería indicarnos que la violencia es una respuesta fallida en todo conflicto. Los que apuestan por la agresividad son conscientes de romper la línea de diálogo. No es accidental, pugnan por seguir obligando a los países a relacionarse por equilibrios de fuerza. Por desgracia, las relaciones personales están contaminadas de un instinto idéntico de agresión y marcaje territorial. No es raro presenciar en nuestros días cómo una nimia discusión en los asientos del tren, en una cola de espera, en un incidente de tráfico desencadena una serie insostenible de amenazas e improperios. Últimamente es habitual escuchar a gente que habla por teléfono como si escupiera fuego sobre otros. Me encantó que el director de cine Nani Moretti se atreviera en su última película a interrumpir el rodaje de unos colegas justo antes de que se consumara la escena de un disparo en la cabeza contra uno de los actores. Tan solo pretendía, desde su autorretrato de un director de cine caduco pero crítico, obligar a pensar sobre la representación de la violencia en ese oficio. Incluso telefonea a Martin Scorsese, con enorme mala leche, para cuestionarle por el modo en que ha cambiado su representación de la violencia entre Taxi Driver y el cine que rueda actualmente. Porque es claro que la violencia se ha transformado en un entretenimiento vacuo, sin dimensión moral, una cosmética de la acción, un recurso facilón e irresponsable.

Esa violencia desmesurada, pero al mismo tiempo eludiendo las consecuencias, es la que domina nuestra época. Los chavales se arraciman a patear a otro como han visto hacer en la tele y hasta algún partido político vende como reclamo la posesión de armas en nuestro país, cuando todos vemos el efecto implacable que ese supuesto derecho ha causado en países desarrollados, con índices de mortalidad inaceptables. Hace algunas semanas, un niño de seis años estadounidense disparó contra su profesora, aquí uno de 12 apuñaló a una compañera. ¿Existe mejor prueba de lo que significa introducir las armas en la vida cotidiana? Pues ahí estamos, sumisos a una estética de pistolas y katanas que nos hace daño mientras hace caja. Es repugnante el mercadeo de armamento sofisticado y la fascinación por la mecánica de destrucción que ha superado los 600 días en la guerra en Ucrania, sin que nadie se esfuerce en serio por detener la carnicería.

Desde que tuvo lugar aquella escena en la que el actor Will Smith se atrevió a abofetear al presentador de la gala de los Oscar, muchos nos hemos preguntado por la verdad escondida tras ese gesto desmesurado y paranoide. Gracias a las memorias de la esposa de Smith, ahora sabemos que en aquel momento llevaban seis años de separación y comprendemos, por fin, que se trató de una sobreactuación culpable. Respondía al afán del agresor de presentarse como justiciero universal mientras le ofuscaba su incapacidad íntima e inconfesable. Sirva ese ridículo ejemplo para terminar de cerrar este círculo de violencias en el que nos movemos. Todo acto de agresión es una derrota inapelable de la inteligencia. Incluida la representación narrativa, que es ya hoy un tópico perezoso de la incapacidad creativa. No lo duden, cada estallido violento esconde la verdadera historia de una impotencia.

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