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anatomía de twitter
Columna
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El miedo, un arma peligrosa

El odio hacia el inmigrante es una herramienta electoral que se alimenta desde ciertos escaños y algunas mesas de redacción. La única alternativa ética y eficaz es afrontar la inmigración desde una perspectiva humanitaria

La llegada a El Hierro de un cayuco donde viajaban 271 personas.
La llegada a El Hierro de un cayuco donde viajaban 271 personas.Txema Santana

Dos delegaciones extranjeras llegaron a España en las últimas horas, prácticamente al mismo tiempo, y ambas fueron escoltadas a su llegada por fuertes medidas de seguridad. Una aterrizó en Granada procedente de las principales capitales europeas; la otra desembarcó en la isla de El Hierro directamente desde África. Hace 10 años —10 años y tres días para ser exactos—, una delegación muy parecida en número y origen a la que acaba de llegar a Canarias estuvo a punto de alcanzar la isla italiana de Lampedusa, pero no lo consiguió, se quedó a escasos metros de la orilla. Al día siguiente, 368 náufragos fueron metidos apresuradamente en unos féretros que, en vez de nombres, llevaban números. Hasta allí se desplazó, 48 horas después, una comitiva muy parecida a la que ayer llegó a Granada, altos dignatarios europeos, elegantes en sus trajes oscuros, con una conmoción en sus rostros que tenía algo de artificial porque, como bien sabían el entonces primer ministro italiano, Enrico Letta, y el presidente de la Comisión Europea, el portugués José Manuel Durão Barroso, aquella imagen tan terrible de cientos de ataúdes puestos en fila en el hangar del aeropuerto no era consecuencia de una catástrofe natural, sino de una tragedia repetida e incluso aumentada por las advertencias tan duras que habían recibido los pescadores italianos para que no se les ocurriera ayudar a los inmigrantes.

Después de aquel funeral de Estado —un Estado que, por cierto, ofreció la nacionalidad a los muertos y multó a los supervivientes—, muchos vecinos de Lampedusa llamaron “asesinos” a Letta, a Durão y a la entonces comisaria europea de Interior, la sueca Cecilia Malmström. Lo que sucedió después es de sobra conocido. Dos días más tarde volvió a producirse un gran naufragio en las mismas aguas, y luego otro, y otro más, en Italia, en Grecia, en España, de tal manera que, desde entonces, lo único que ha cambiado es el número de muertos y de desaparecidos, aunque jamás sabremos cuántos se quedaron en la travesía, y tampoco lo sabrán a ciencia cierta las familias que los vieron partir.Hay una cosa que sí ha cambiado. Si, hace 10 años, el primer ministro italiano era Enrico Letta, un hombre de centroizquierda que no asustaba al centroderecha –ni a nadie, no en vano su compañero de partido Matteo Renzi se lo merendó antes incluso de que cumpliera un año en el poder–, ahora es Giorgia Meloni, una ultraderechista sin complejos, la que está al frente del Gobierno de Roma, al que llegó –en buena medida—por un discurso rotundo y descarnado contra la inmigración. La vimos ayer codearse en la Alhambra con el resto de primeros ministros europeos, y esa imagen —siempre que se quiera ver— constituye en sí misma la advertencia más clara del peligro. Aunque sea una cuestión muy difícil de abordar, la regulación de la inmigración desde una perspectiva humanista y humanitaria —en la que la atención a los que vienen se acompañe del apoyo a la población que los recibe, con mucha paciencia y más pedagogía— es la única alternativa ética, y a fin de cuentas práctica, al asunto.

Lo contrario —la dejadez, el desconcierto, la esperanza de que el problema se resuelva solo— alimenta el monstruo del odio, la bomba de tiempo de la xenofobia. No hay más que echar un vistazo a las redes sociales para constatar que el peligro existe y es nuestro vecino. Un tuit que escribió ayer José Luis Escrivá, ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, dando las gracias a los voluntarios de Protección Civil que están trabajando en la crisis de El Hierro, fue contestado de la manera habitual, desprovista de toda empatía con quien acaba de cruzar el mar para huir de la pobreza o de la guerra.

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Es cierto que las redes sociales –y mucho menos Twitter—no pueden tomarse como un reflejo exacto de la opinión pública, pero el mar de fondo, aunque no es nuevo, sí tiene ahora quienes lo fomentan desde los escaños del Congreso de los Diputados. Y desde algunas mesas de redacción.

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