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TRIBUNA
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Paren el circo

Movilizar las pasiones ha sido desde tiempos inmemoriales la matriz de la política, pero quizá estemos rozando lo intolerable, pura ‘performance’ para quien solo busca el titular y el tuit viral

Núñez Feijóo, aplaudido por los diputados del PP, el martes en la primera sesión del debate de investidura en el Congreso.
Núñez Feijóo, aplaudido por los diputados del PP, el martes en la primera sesión del debate de investidura en el Congreso.Claudio Alvarez
Azahara Palomeque

De mis viajes cuando me llaman para algún acto cultural suelo recordar detalles que, la mayoría de las veces, tienen poco que ver con el libro que vaya a presentar o la charla encargada, y mucho con una preocupación social latente a la que, encerrada en mi estudio, no siempre logro acceder. Hace unos días, en Granada me sorprendió pillar a la recepcionista de la residencia donde me alojaron leyendo en Ideal que las listas de espera para una consulta médica sobrepasan las dos semanas. En Sevilla, el taxista que me llevó al aeropuerto se quejaba amargamente de los gastos que entraña ser autónomo, incluso cuando se facturan cantidades escasas, y yo, no sin cierta solidaridad, le confesé que lo entendía, pues hay meses que, como autora freelance, no alcanzo el tan aclamado salario mínimo. En Ibiza, me conmovió escuchar a una educadora poner el grito en el cielo porque, debido a la turistificación masiva, le era prácticamente imposible comunicarse en su lengua materna, el catalán, lo cual añade un desgarro cultural al vapuleo económico. Las historias van repitiéndose casi sin buscarlas: precariedad juvenil, clamores por el coste del aceite, de la gasolina… y, en general, una percepción de que las cosas van solo regular, y de que arriba, en los sillones pagados con dinero público, algunos no están haciendo su trabajo, más bien se dedican a azuzar una polarización que, en el peor de los casos, distrae de lo verdaderamente importante: cómo voy a llenar la despensa o por qué no me atienden cuando estoy enfermo.

“¡Esto no es un patio de colegio!”, gritó la presidenta del Congreso, Francina Armengol, cuando los insultos a Pedro Sánchez se fueron de madre en el debate de investidura de Alberto Núñez Feijóo. Por supuesto que no; los colegios son espacios educativos y los niños, seres con derecho al juego y sin las responsabilidades de un adulto. El hemiciclo parecía un circo, el escenario donde la desfachatez y la mentira tomaban las riendas en un alarde de irresponsabilidad frente a quien sufre y vota con la esperanza de que las cosas mejoren. El espectáculo, ya lo decía Guy Debord, no es un aderezo sobrepuesto al mundo, sino “el modelo actual de la vida socialmente dominante” y el patrón conscientemente elegido para un entramado democrático que cada vez crea más desafección. Que movilizar las pasiones ha sido desde tiempos inmemoriales la matriz de la política es sabido, pero quizá estemos rozando lo intolerable, pura performance para quien solo busca el titular y el tuit viral. Lástima que muchos exijamos más seriedad en momentos tan críticos de la historia atravesados, entre otras cosas, por crisis jamás vista, como la climática, que Feijóo desdeñó refiriéndose a la “dictadura activista”.

Aplausos. En el ring del divertimento parlamentario se escuchaban las palmas a un discurso incoherente con el ideario del PP e indigno para la ciudadanía. “Concordia”, por boca de quien ha sembrado innumerables dudas sobre un Gobierno legítimo; “igualdad”, después de que veamos incrementarse la desigualdad a partir de exenciones fiscales a los más ricos, o una promesa huera de “fortalecer el Estado del bienestar”, cuando somos testigos del desmantelamiento de los servicios sanitarios, la educación pública y hasta la gratuidad de los comedores escolares donde gobiernan. Esta suerte de farsa quedaba sellada por las citas a una Transición que se ha convertido en fósil del privilegio, como si se fuese un monolito irreformable. Pero había que perpetuar la función, como ya se hiciera frente a la polémica de permitir el diálogo —o el guiñol, según quien hable— en distintas lenguas peninsulares en la sede de la soberanía popular. La coreografía más sonada la ejecutó Vox con su desbandada, obviando que formamos un país plural. Yo, que no hablo ninguno de los idiomas cooficiales, pero que he sentido la discriminación en una nación, EE UU, con más hispanohablantes que España, no pude más que espantarme ante tal desprecio que proviene, otra vez, de la espectacularización de todo, hasta el odio más cerril.

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No me son lejanos los días en que observaba, atónita, cómo un personaje televisivo ocupaba la Casa Blanca gracias a una popularidad lograda a base de escándalos. Ese hábito performativo se ha injertado en unas derechas españolas que reconocen su potencialidad de marketing, pero que tropiezan con la necesidad de moralizar cuando quieren atraer a un electorado no trumpista. Mientras, las izquierdas parecen debatirse entre una fidelidad a los hechos y los números, la lucha por liderazgos específicos en lugar de remar conjuntamente y las bambalinas que agitan los instintos. Me pregunto si no habrá manera de apagar las luces y que cada cual desempeñe el cometido para el cual ha sido elegido en las urnas, sin más ovación que la que otorga servir a quienes merecen ver sus derechos respetados: a un medio ambiente limpio y sostenible; al techo y el alimento; a la salud y a la información veraz. El resto no son más que superficialidades de unas lógicas capitalistas que minan la tan manoseada democracia, esa que pierde peligrosamente aceptación, sobre todo entre los más jóvenes. Sean serios, dense un paseo por la cola del supermercado, la de las urgencias hospitalarias, la de cualquier Administración para resolver el menor trámite y paren el circo, por favor, que no nos hace ninguna gracia.


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