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Tribuna
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La verdad y la moral

Mentir o pasearse en yate con un narcotraficante ha empezado a pasarle factura a Feijóo. Lo que se ha venido a denominar cínicamente la “superioridad moral de la izquierda” es una virtud a rescatar

Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, durante el debate.
Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, durante el debate.Atresmedia
Azahara Palomeque

“Alguien tuvo que calumniar a Josef K., ya que, sin haber hecho nada malo, una mañana lo detuvieron”. Así comienza El proceso, la famosa novela de Kafka que, desde la primera línea, nos plantea un problema moral: un hombre inocente ha sido aprehendido por las autoridades; probablemente sea condenado, aun a falta de crimen. A lo largo del libro, descubrimos las dificultades del protagonista para averiguar los motivos de su procesamiento o quién lo encausó; la imposibilidad de cuestionar un poder vaporoso fragmentado en múltiples instancias inaccesibles; en definitiva, la configuración del Estado moderno como una amalgama de oficinas y gestores de la vida sin escrúpulos. Bajo todo eso subyace un mensaje aterrador: la moral no importa, tanto que Josef K. puede ser finalmente sacrificado. Ahora, inmersos en un paradigma político distinto, teóricamente heredero de los derechos humanos, asistimos a un hecho mucho más preocupante: no solo la moral no importa, sino que se considera síntoma de ingenuidad, digna de escarnio por simbolizar lo opuesto a lo que debería ser una biografía exitosa: individualista, en constante competición con un otro al que pisotear.

Cuando Trump alegó que podría ponerse a disparar en mitad de la Quinta Avenida, matar a gente y no perder votos, realmente dio en la clave de un mal social resultante de considerar a los representantes de la ciudadanía como influencers que, para vender su producto (una presidencia), sólo deben demostrar pericia en marketing. Este fenómeno está siendo discutido fervientemente entre las izquierdas —que van perdiendo la batalla— y a menudo proponen una política de la emoción basada en eslóganes potentes para combatir los flujos retrógrados que nos devoran. Pero yo, a pesar de reconocer el matiz estratega que plantean, me niego a desplazar ciertos valores y a dejar de atacar la mendacidad, pues sería jugar con las normas de una derecha perversa y, por tanto, perder la partida. No es lo mismo apostar por un planeta habitable que adorar a figuras cuyas políticas filicidas azuzarán los incendios y acelerarán la desertificación. No está bien aupar a quien destroza la sanidad pública y, con ello, instiga fallecimientos y cantidades ingentes de dolor. No es tampoco moralmente correcto, como he escuchado entre algunos progresistas, afirmar: “que arda todo, ningún partido me representa, después de la hecatombe quizá comencemos de nuevo desde las cenizas”; no lo es porque, durante el devenir ceniza, alguien ha sufrido, y eso es intolerable.

En los últimos días hemos asistido a una campaña en redes anclada al hashtag #Feijoomentiroso motivada por su deshonesta actuación en el debate y, posteriormente, al ser entrevistado por la periodista Silvia Intxaurrondo. En su no disculpa, Feijóo admitió cierta “inexactitud”, lo cual equivale a los famosos “hechos alternativos” esgrimidos por el círculo de Trump o la calificación del asalto al Capitolio, un intento de golpe de estado, como “discurso político legítimo”. Lo interesante aquí es que, por primera vez en mucho tiempo, la carencia de moral al mentir o al pasearse en yate con un narcotraficante ha empezado a pasarle factura al candidato del PP, como si, de repente, ciertos principios sepultados en las páginas de los manuales de filosofía hubiesen resucitado ante una emergencia que guarda menos de electoral que de existencial. Afirma el profesor Jorge Riechmann que “mantener creencias irracionales, contra la evidencia disponible, es una falta moral” y, añado, debe ser reprochable no sólo entre quienes lideran las instituciones, sino también entre aquella ciudadanía desalmada dispuesta a depositar en las urnas una papeleta que conlleva una clausura de futuro. Reprochar la actitud de alguien no significa odiar a esa persona, más bien hacerle consciente de su responsabilidad ante la vida de los demás.

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Así, lo que se ha venido a denominar cínicamente la “superioridad moral de la izquierda” es una virtud a rescatar en esta y en las elecciones venideras. Porque no es lo mismo querer ampliar los derechos de tu opuesto ideológico —las mujeres conservadoras se divorcian, abortan— que perseguir eliminarlos; ni el político incapaz de concebir el sueño cada vez que se publica un nuevo récord climático, como me confesó alguien de Izquierda Unida, que quien niega la hecatombe ecosistémica; no es lo mismo el corrupto que quien no delinque; ni tampoco interiorizar y proyectar la vileza que ser “en el buen sentido de la palabra, bueno”, según se retrató Antonio Machado, quien hoy constituiría el hazmerreír tanto de la derecha como de parte de la izquierda. Sin menospreciar la complejidad intrínseca a elevar una campaña electoral efectiva en la era de la atención mermada y la comercialización de los instintos, creo que apelar a la moral, a la verdad y la justicia es más necesario que nunca si no queremos habitar una novela de Kafka.


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