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Columna
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La pornografía sintética es propaganda

Ya no hace falta haber tenido correspondencia íntima con la víctima o haber grabado encuentros sexuales para después compartirlos fuera de contexto y sin permiso

Deepfakes
Un vídeo de TikTok que publicita una aplicación para crear 'deepfakes'.Mario Bermudo
Marta Peirano

La pornografía sintética no consentida tiene al menos dos características especiales. La primera, y esto ya marca una importante diferencia con el resto de pornografía no consentida, es que no requiere la participación, aportación o el conocimiento de las víctimas. Las nuevas herramientas digitales democratizan el acceso a procesos de postproducción complejos y rebajan mucho la dificultad de la operación. Ya no hace falta haber tenido correspondencia íntima con la víctima o haber grabado encuentros sexuales para después compartirlos fuera de contexto y sin permiso. Ni siquiera hace falta emborracharla, drogarla o arrastrarla entre cinco a un callejón. Basta una foto de su cumpleaños, del anuario de clase o un vídeo grabado con el móvil en un vagón de metro para convertir a una persona en un objeto pornográfico y distribuirlo por WhatsApp.

La segunda es que la pornografía sintética no consentida no es pornografía sino propaganda. No se produce en secreto para un consumo íntimo y personal, de los que se guardan bajo la cama o en el armario del baño. Se hace con la intención premeditada de ser compartida, porque su objetivo no es un acceso prohibido al cuerpo desnudo, sino la sumisión de la mujer. Se comparte porque forma parte de un ritual. Un grupo de hombres refuerza la jerarquía a través de un ritual de humillación pública que el grupo de mujeres confirma escondiéndose, aceptando la vergüenza, alterando su comportamiento, renunciando a su lugar.

La propaganda es un producto de ingeniería mediática que se usa para transformar la realidad. En este caso, el relato es que las mujeres son objetos sexuales cuya presencia en el espacio público merece castigo y humillación. Que son unas “guarras” por someterse a vejaciones que podrían haber esquivado borrándose del mapa. La pornografía como herramienta es tan efectiva que, incluso cuando el contenido ha sido desacreditado y todo el mundo sabe que es un falso, la percepción que ha creado permanece. Se queda pegada como una segunda piel.

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Las niñas de Almendralejo sentirán vergüenza por algo que no han hecho, incluso cuando todo el mundo sabe que no es verdad. Como dice Nina Jankowicz, es la clase de desinformación “diseñada para humillar, controlar y expulsar a las mujeres de la vida pública”. Han tenido la suerte (dentro de su desgracia) de ser muchas y estar juntas. Como demuestra la selección femenina de fútbol, es su conciencia de clase lo que las protege y empodera. Lo habitual es que no nos enteremos porque la víctima está sola y aislada entre la vergüenza y su agresor. Hay que estar atentos porque la degradación y deshumanización de un colectivo suele anunciar episodios de violencia masiva. Es la justificación preventiva de lo que va a pasar a continuación.

Querremos silenciar a nuestras hijas, sólo para protegerlas. Impedir que salgan a la calle, que tengan cuentas en las redes sociales, que jueguen al fútbol y que participen en la vida social. Si confirmamos la jerarquía de los que producen y distribuyen esos contenidos, la conclusión lógica es la clase de régimen donde las apedreamos si las viola un vecino y no las dejamos leer, conducir o estudiar. Almendralejo debería servir de correctivo a esos padres que dicen a mi hija nunca le pasaría esto porque no anda con chicos y nunca mandaría fotos provocativas o las compartiría en Instagram. Para que entiendan que el problema está en la jerarquía y sus poderosos rituales. Que la provocación es existir.

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