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Columna
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Compañerismo

En los gremios actuales, la profusión de premios e incentivos individuales al rendimiento ha provocado que los trabajadores en lugar de verse como compañeros se miren como rivales

Empleados comparten mesa en una oficina.
Empleados comparten mesa en una oficina.Getty Images
David Trueba

Ayer fue Primero de Mayo, pero ¿significa aún algo? Nos pasamos la vida apreciando los valores del compañerismo, pero al mismo tiempo no dejamos de apoyar un sistema que lo hace inviable. Para empezar, habría que entender que el compañerismo no es la lealtad del hampón para protegerse en un entorno delincuencial. Tampoco es la interesada apuesta por quien te puede beneficiar. Y mucho menos aún la condición de socio de interés o el corporativismo. El compañerismo es una abnegada, a veces incluso ingenua, decisión de estar disponible, de servir a otro, de dar sin necesariamente anhelar recibir. En los gremios actuales, la profusión de premios e incentivos individuales al rendimiento ha provocado que los trabajadores en lugar de verse como compañeros se miren como rivales. En muchas profesiones, lejos de un espíritu de concordia generacional, lo que prima es la competición. La expansión del baremo deportivo, ganadores y perdedores, como medidor, no salvaguarda el compañerismo, sino la pelea por ser el mejor y el pedestal del triunfador como humillación a todos los demás.

El grado de identificación que se alcanzaba entre algunos empleados y su empresa, a la que consideraban una extensión de la propia familia, ha desaparecido y cabe preguntarse qué hemos hecho mal para que el suplemento de negocios ensalce a empresarios cuyo único éxito es el lucro personal. Ya apenas se cuenta la peripecia de quienes levantan un negocio apoyándose en una fidelidad de grupo. Son pocas las excepciones que escapan a esa fascinación por los fenómenos del pelotazo que alcanzaron su cima con los genios de Silicon Valley, chicos inadaptados y ególatras que llegaron a ser los multimillonarios más asombrosos no ya sin un amigo, sino sin una persona que les guarde cierto cariño. Se supone que la desmembración de todos los valores colectivos ha ayudado a finiquitar el compañerismo. No es raro que incluso en ambientes universitarios o labores de investigación científica uno escuche historias espeluznantes de celos, camarillas, obstrucciones y destrucción personal.

En un mundo hostil, la primera tendencia consiste en sobreprotegerse. Lo vemos en esas urbanizaciones de lujo que incorporan los sistemas de seguridad y control de paso tan habituales en los países con enormes desigualdades económicas. La metralleta y la garita garantizan la protección. Seguimos sin entender que la mejor garantía de seguridad consiste en frenar la marginación, no en encajonarla aparte. Y en el mundo personal esta falta de empatía nos conduce a lo mismo, individuos encastillados, aislados y disparando desde la torreta de su fortaleza. Personas que ya a sus hijos los mandan a la escuela no para confrontar a quien acosa al débil o al distinto, sino para asumir sin complejos el liderazgo de los abusones. Como sucede entre perros y amos, la política se conforma también por imitación social y acabamos fascinados por líderes que son exactamente reflejos de nuestra intimidad. Visto el panorama actual, sorprende, por ejemplo, que la derecha española haya adoptado con naturalidad la mal entendida lealtad de los criminales para protegerse entre ellos. Y aún peor, que gran parte de la izquierda no sea capaz compartir un proyecto común mientras predica moralinas que no se aplica a sí misma. A lo mejor basta con recuperar ese discreto encanto del trabajador que antes llamábamos compañerismo.

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