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tribuna
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Las lenguas de Jerusalén

Volver al hebreo era recuperar el idioma de los antepasados en la tierra natal que ellos habitaron y cuya pertenencia se quería reclamar. La lengua resucitada sirvió para movilizar apoyos a una conciencia nacionalista que ya existía

Portada del tercer volumen de la edición de la Biblia en hebreo y ladino publicada en Viena (1813-1816).
Portada del tercer volumen de la edición de la Biblia en hebreo y ladino publicada en Viena (1813-1816).Yael Macías
Lola Pons Rodríguez

En fotos, Jerusalén me llama la atención por su arquitectura blanca homogénea. Es una ciudad que roza el millón de habitantes: la parte oeste es habitada por judíos, la parte este por árabes. Bajo el meleke, esa piedra caliza blanquecina que da su aspecto a la Ciudadela de David o al Muro de las Lamentaciones, todo parece unitario. La engañosa unidad cromática del horizonte cae sobre la capital de un país que está enconado en la gestión del territorio. La Explanada de las Mezquitas (Al Aqsa) se ha convertido esta semana en el centro de la última contienda.

El meleke, esa piedra de Jerusalén, tiene una virtud constructiva: se cincela con facilidad y luego, expuesta a la atmósfera, se endurece y se hace sólida. Es exactamente lo mismo que les ocurre a las lenguas: están al arbitrio de los hablantes, y, por encima de ellos, están sujetas a decisiones políticas que intentan moldearlas, regulando cómo, dónde y cuánto deben hablarse. Al aire público de la calle, en la conversación cotidiana, si esas decisiones políticas son aceptadas por los hablantes, triunfan y se hacen sólidas, cobran apariencia de decisión consensuada y natural. Estas regulaciones entran dentro de lo que en la Lingüística llamamos “planificación lingüística”, pero que socialmente y con toda justicia se llama también política lingüística. Que una determinada política lingüística triunfe o no está en manos de la sociedad que habla la lengua en cuestión.

Lo que se habla en Israel dice mucho de lo que ocurre en Israel. El hebreo es la lengua que hoy se habla en el Parlamento de Israel, la que usan sus ciudadanos judíos, la que se enseña en los colegios y la que conocen también, en buena medida, los palestinos. El hebreo, lengua semítica, tiene una larga historia, pero dejó de hablarse de forma viva en el siglo III. Siguió usándose desde entonces restringida a la liturgia y, desde el siglo XVIII, en algunos textos literarios. No era una lengua empleada cotidianamente; las comunidades judías de la Palestina del siglo XIX hablaban distintas lenguas: el árabe, el sefardí o el yiddish, una lengua de raíz germánica.

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Esa lengua hebrea que hoy es lengua oficial de Israel se reimplanta como lengua hablada por la voluntad y convicción del ruso Eliezer Ben-Yehuda (1858-1922). Ben-Yehuda sostenía que la lengua podría ser un elemento de cohesión para los judíos que estaban en la diáspora; fortalece en su etapa universitaria en París su conocimiento del hebreo y, primero en Argelia y luego en Palestina, se esfuerza en propagar el uso del idioma como lengua viva. Incluso hace un experimento en su propia familia: cría a su hijo desde su nacimiento exclusivamente en hebreo y lo convierte así en el primer hablante nativo de hebreo moderno.

La planificación lingüística empezó, como se ve, desde casa, pero paulatinamente fue ganando adeptos. Recuperar el hebreo supuso buscar nombres para objetos que no tenían nombre en el hebreo litúrgico, obligó a modernizar la lengua. Y así la lengua se cincelaba y fortalecía: desde 1898 hubo instrucción oficial en hebreo en las escuelas judías de Palestina y en 1953 se funda la Academia de la Lengua Hebrea. El proceso se parece al de otras lenguas recuperadas en el siglo XX, aunque aquí se partía de que la mayoría de los judíos (al menos, los varones) habían recibido educación religiosa en el hebreo escrito, por lo que conocían la lengua.

Volver al hebreo tenía una función simbólica, era recuperar el idioma de los antepasados en la tierra natal que ellos habitaron y cuya pertenencia se quería reclamar. La lengua resucitada sirvió para movilizar apoyos a una conciencia nacionalista que ya existía, pero no era solo un ideal soñador, porque normalmente la planificación lingüística no es solo lingüística: promover el hebreo era también rebajar el peso del yiddish, muy empleado en las comunidades judías de la Europa oriental, y distinguía a los nuevos colonos de los ya establecidos en Palestina, ante los que se reivindicaba un liderazgo nuevo y joven.

La lengua es de los hablantes, sí, pero su uso en entornos de poder, la selección de las lenguas en que se debe enseñar o traducir no son decisiones inmediatas de ellos sino de quienes los gobiernan. Ese hebreo que hoy nos parece una lengua más del mundo y que es la lengua oficial del Estado de Israel era, hace un siglo, el idioma que hablaban cotidianamente en casa solo diez familias judías.

El forjado de una lengua común ha sido uno de los elementos que ha dado un color lingüístico de cohesión y homogeneidad a las distintas comunidades judías de Israel. Pero ellos no son los únicos habitantes de ese territorio: en el mapa lingüístico faltan los palestinos, hablantes del árabe palestino, también residentes en la ciudad de la piedra blanca donde hoy se empieza a oír el runrún de amenaza de una cuarta intifada. La primera intifada, por cierto, la de 1987, se llamó “la guerra de las piedras”.

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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Filóloga e historiadora de la lengua; trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla. Dirige proyectos de investigación sobre paisaje lingüístico y sobre castellano antiguo; es autora de 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo'. Colabora en La SER y Canal Sur Radio.

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