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Columna
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El mercado no salvará la Amazonia

La idea cada vez más extendida de que hay que convertir la selva en un “activo económico” procede de la misma fuente que la destruye

Vista aerea de la quema ilegal de la Amazonia, en Brasil
Vista aérea de la quema ilegal de la Amazonía, en Brasil.AFP
Eliane Brum

Desde que la crisis climática se ha convertido en un tema central incluso en los foros conservadores, que hasta hace unos años tendían alfombras rojas a los directores generales de las empresas de combustibles fósiles, ha surgido el fenómeno de la multiplicación de los profetas que afirman que la Amazonia solo la puede salvar el “mercado”. Estos, en su mayoría hombres y blancos, saben con exactitud, sin temor a equivocarse, qué hacer para salvar la selva de la destrucción que, casualmente, provocaron y siguen provocando... los hombres blancos. En conferencias, artículos y libros disertan sobre cómo el mercado puede salvar la selva y otros biomas convirtiéndolos en “activos” y, así, controlar el calentamiento global. Las motivaciones son obvias, pero el lenguaje del capitalismo está tan arraigado en la vida cotidiana que muchos incautos acaban creyendo que todo se reduce a conseguir que la selva dé más beneficios en pie que deforestada.

No se puede reeducar a una especie para que deje de incendiar su casa-planeta sin romper radicalmente la relación entre beneficio y valor. Es muy pobre, pero que muy pobre, ver la selva como un activo económico, pensar en la selva desde el beneficio que pueda dar, aunque este discurso se acomode bajo el paraguas del “desarrollo sostenible”.

La selva tiene un valor en sí misma y por sí misma. La selva es. ¿Y qué es la selva? Una conversación entre millones de poblaciones diferentes, humanas y no humanas, en un intercambio constante. En esta conversación, absorber carbono es solo una pequeña parte de lo que es la selva. La selva crea la atmósfera, la selva regula el clima, la selva poliniza. Están los grandes ríos que viven en el suelo y están los ríos que sobrevuelan nuestras cabezas, creados y alimentados por la transpiración de la selva, ríos que no vemos, pero que determinan las lluvias de parte del planeta. Están todos los animales conocidos, muchos amenazados de extinción por los grandes “proyectos”, y están las bacterias y los hongos que desempeñan un papel fundamental en esta conversación que crea y recrea la selva y, con ella, la atmósfera día tras día.

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No deja de sorprenderme la paciencia de los indígenas cuando escuchan ese discurso incesante de que el mercado salva la selva, que gana cada vez más espacio en los escenarios mundiales. Imaginemos a un indígena cuyos antepasados plantaron parte de la Amazonia y que hasta hace poco vivía en la selva sin tener que destruirla porque destruirla sería destruirse a sí mismo. Y entonces, de repente, los blancos “devoradores de planetas” desembarcan, una vez más, para explicarte, minuciosamente, cómo salvar una selva que ha evolucionado durante 50 millones de años y que ellos mismos han destruido en menos de dos siglos. Sin dejar de explicar, magnánimos, que todos saldrán ganando. Los dueños de la solución, protagonistas vitalicios, un poco más, claro.

Es urgente comprender que el debate sobre la protección de la Amazonia y otros enclaves de naturaleza lo atraviesan cuestiones de género y raza. Y que abordar la crisis climática implica necesariamente un cambio radical del lenguaje, entendido aquí como lo que somos. Mientras el discurso lo dominen quienes confunden beneficio y valor, tratan el agua como “recurso”, los árboles como “mercancía” y la selva como “activo”, la casa seguirá ardiendo y los fenómenos extremos serán, cada vez más, fenómenos cotidianos.

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