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En la selva amazónica y en los centros de poder: el activismo total de Txai Suruí

Esta joven de 25 años es la activista medioambiental brasileña más conocida en el mundo. Su capacidad para moverse igual de bien en un despacho palaciego que en una aldea amazónica la hace especial.

La activista Txai Suruí
La activista Txai Suruí, retratada en São Paulo.Lela Beltrão
Naiara Galarraga Gortázar

Cuando viaja en avión, rara vez coloca su delicado tocado en la maleta porque teme aplastar las elegantes plumas. Mientras las acaricia con mimo explica que lo lleva en la mano. “Mira, esta es de gavilán, esta de papagayo, esta de guacamayo…”, detalla esta brasileña nacida en la Amazonia. Alguna es de un amarillo arrebatador; otras, azul intenso, las más, de distintos tonos de marrón y todas están cuidadosamente cosidas. Cuenta que entre los de su etnia fabricar los cocar —así llaman en Brasil a los tocados indígenas— es cosa de hombres. Este que luce durante la entrevista y que la ha acompañado por medio planeta se lo regaló uno de sus tíos. Walelasoetxeige Suruí, conocida como Txai Suruí, 25 años, activista, defensora del medioambiente y de los indígenas, aprovecha el más mínimo indicio de curiosidad para adentrar a sus interlocutores en el rico mundo de los pueblos que durante milenios convivieron en armonía con la naturaleza y la protegieron como nadie.

La agenda de Suruí está repleta. Basta el ejemplo de los días de enero en los que le pedimos cita. El ministro de Medio Ambiente francés la recibió en París, dio un discurso en la misma ciudad a los alumnos de la universidad Science Po, regresó a Brasil para participar en un evento en Recife y voló a Estados Unidos, al festival de Sundance, en Utah, a presentar The Territory, un documental que ha producido y que fue preseleccionado para los Oscars. No logró entrar en el olimpo de los candidatos. La desilusión fue grande, cuenta Suruí al día siguiente sentada en un tronco bajo un árbol. Estamos en São Paulo, rodeadas de exuberante vegetación, en una aldea indígena incrustada en plena megalópolis que lidera su chico, Thiago.

Suruí se mueve con la misma soltura en las aldeas, en la selva, y en las ciudades. Es tan inseparable de su cocar como de su teléfono móvil. Ese es su poder, su encanto. Con el ministro francés habló de cambio climático, de dinero, de vacas y de supermercados. “Me dijo que ahora, con el Gobierno Lula, van a restablecer el diálogo sobre medio ambiente porque con el Gobierno Bolsonaro era imposible. También hablamos de financiación. Porque cuando nos referimos a la crisis climática también hablamos de que los países ricos no están cumpliendo su promesa de enviar fondos a los países que están sufriendo más las consecuencias. Y le hablé de un caso que llevamos a los tribunales, sobre las 6.000 cabezas de ganado en una tierra indígena que se venden a JBS [un gigante cárnico brasileño] que vende a su vez al grupo Casino [de supermercados franceses]. Le dije que era una vergüenza que Francia hablara de contribuir a proteger el medio ambiente, los pueblos tradicionales y siga comprando carne que viene de nuestro genocidio”, explica. Para Suruí es además un asunto personal. “¡Esas vacas están en mi casa!”.

Cuando se le pregunta cómo se sintió en aquellos dorados del despacho palaciego, con su cocar frente al trajeado ministro, esboza una sonrisa y dispara: “Al entrar pensé, todo este oro es nuestro”, confiesa entre risas, antes de arrepentirse un poco por el comentario.

Txai Suruí
La activista Txai Suruí, retratada en una aldea indígena que se encuentra en pleno São Paulo.Lela Beltrão

Hija de dos veteranos en la lucha por los derechos de los indígenas, Suruí es la más conocida internacionalmente entre la nueva generación de activistas brasileños contra la emergencia climática. Dio el salto a ese grupo casi de un día para otro gracias a un discurso de dos minutos en inglés durante la cumbre climática de Glasgow en 2021.

“Mi padre me enseñó que necesitamos escuchar a las estrellas, a la luna, al viento, a los animales y a los árboles. El planeta se está calentando, los animales están desapareciendo, los ríos se están muriendo y nuestras plantas no florecen como florecían. La Tierra nos habla, está diciéndonos que no tenemos más tiempo”, alertó firme con su parasol de plumas y sus gafas de Harry Potter.

La ONU la eligió porque buscaba una indígena que hablara inglés. Buena estudiante siempre, está a punto de terminar Derecho. Su experiencia personal, el activismo que mamó desde cría y su conocimiento del entramado legal son los ingredientes con los que construye su discurso. Con unos amigos, llevó a Brasil a los tribunales por incumplir el acuerdo de París. Cuando era adolescente, su familia necesitó escolta policial y todavía recibe amenazas de muerte.

Suruí es la denominación que las autoridades brasileñas dieron a la etnia de su padre cuando fue contactada por primera vez, a finales de los sesenta. Él, el activista Almir Suruí, era todavía un niño. “Suruí es el nombre que nos dieron, pero nosotros nos autodenominamos paiter, que quiere decir gente de verdad”, explica la activista. Su madre, Ivaneide Bandeira Cardozo, conocida como Neidinha, es una veterana indigenista que ha dedicado su vida a estudiar a otra etnia desde que fue contactada en los ochenta, los Uru Eu-Wau-Wau. Suruí hija conoció la selva antes de nacer, cuando su madre aún la llevaba en las entrañas.

Para la activista, tanto un grupo indígena como el otro son familia. Por eso puntualiza que ella, en realidad, no creció entre dos mundos, sino entre tres. La aldea de su padre, la tierra indígena donde su madre investiga y la ciudad de Porto Velho, en Rondonia, al sur de la Amazonia, en la frontera con Bolivia, donde aún vive cuando no está de viaje o en casa de su novio, en la tierra indígena Jaragua de São Paulo.

“El mundo de la ciudad y el mundo de la aldea son totalmente diferentes. Pero la gente se cree que los pueblos indigenas somos todos iguales”. Y no, explica, basta ver las enormes diferencias entre los Suruí y los Uru-Eu-Wau-Wau, con los que convive. “Hablan idiomas distintos, no se entienden entre ellos, tienen cosmovisiones diferentes. Nosotros tenemos chamanes, ellos no”, explica. Más diferencias: “La de los Uru-Eu [así los abrevia] es la mayor tierra indígena de Rondonia, mayor que algunos países europeos. Tiene dos millones de hectáreas, y cuatro pueblos en aislamiento voluntario [sin contacto con otros indígenas o blancos]. Sufre tanta presión de mineros furtivos, de madereros ilegales… que [los no contactados] cada vez aparecen más a menudo. Mi pueblo, en cambio, tiene solo 200.000 hectáreas, no hay aislados, pero estamos cercados por fincas y alberga el mayor yacimiento de diamantes del mundo. Y tenemos un problema muy serio con las Iglesias evangélicas porque debilitan nuestra cultura… Dicen que es cosa del demonio. ¡No querían que nos pintáramos!”.

En ocasiones, además de colocarse el cocar, se pinta en el rostro las delicadas líneas de los Suruí. Creció bañándose en el río, escuchando historias ancestrales en torno a una hoguera (aunque ya había tele en la aldea) y a menudo conduce nueve horas hasta allí. Pero al mismo tiempo abraza los códigos de cualquier otra brasileña de su edad. Tiene 109.000 seguidores en Instagram. Sin el tocado de plumas, difícilmente llamaría la atención en una calle del centro de São Paulo. Si acaso por su maravillosa melena azabache. El resto, el short vaquero, el top de ganchillo, las chanclas, la piel decorada con tatuajes y las uñas pintadas de verde, son el uniforme de cualquier veinteañera brasileña.

Txai Suruí using a cocar, a traditional garment
La activista, de espaldas, luciendo un cocar, tocado tradicional indígena que suelen fabricar los hombres de su etnia.Lela Beltrão

Su gran activo es precisamente esa habilidad con la que transita entre universos dispares. Desde el extranjero se la puede ver como heredera del cacique Raoní, el primer indígena brasileño que llevó su causa al resto del mundo al protagonizar en 1978 un documental. El cantante Sting lo convirtió luego en celebridad planetaria al llevárselo de gira para llamar la atención sobre las amenazas que se cernían sobre la Amazonia. Este Año Nuevo, ya nonagenario, Raoní acompañó junto a otros brasileños, al nuevo presidente Lula mientras subía la rampa del palacio presidencial en su toma de posesión. Personificaban la diversidad que convierte Brasil en un país como pocos.

Suruí aventaja a los activistas europeos en que conoce los estragos que causa la crisis climática por experiencia propia. Como dice, sufre tanto las causas como las consecuencias. “Las causas son la deforestación, las invasiones de los furtivos, los incendios… todo eso ya lo vemos en nuestro territorio. Pero también están las consecuencias, que sentimos en el clima. Hace mucho calor. El otro día comentaba con mi tío que hay una planta medicinal, no solo para enfermedades, también para el espíritu, que antes encontrábamos en la selva y ya no. Nosotros cultivamos café, banana, cacao, recogemos castañas… y este calorazo perjudica a los cultivos, crecen menos”. También sienten los efectos cuando emigran a la ciudad: “Si queremos estudiar, calidad de vida o nos expulsan de nuestros territorios, acabamos en las periferias, sin saneamiento. Y cuando llueve, se inunda todo”.

Contra esos males, Suruí batalla desde una batería de frentes desde pequeñita. Suele contar su madre que una vez, cuando Txai era una cría y estaban en una manifestación, de repente la niña desapareció. Alarmada, empezó a buscarla entre la multitud y de repente la oyó. La peque estaba en primera fila, megáfono en mano, lanzando proclamas a favor de los derechos de la infancia.

La joven trabaja ahora con 25 pueblos autóctonos en el Estado de Rondonia, participa en Engajamundo y es activa en Kanindé, una ONG socioambiental con tres décadas de trayectoria que fundó y dirige su madre. Y los sábados escribe una columna en Folha de S. Paulo, uno de los diarios más leídos.

Los indígenas brasileños son una pequeña minoría. Suman menos del 1% de los brasileños y habitan el 12% del territorio pero son muy activos y están bien estructurados. Y eso no es algo reciente. Participaron en los debates para elaborar la Constitución de 1988 tras la dictadura. Uno de los suyos, Ailton Krenak, protagonizó uno los momentos más recordados del proceso constituyente. Vestido con un traje blanco impoluto, mientras daba un discurso en defensa de los derechos indígenas se iba pintando el rostro con tinta de jenipapo, negra. Causó un enorme impacto.

Diezmados durante la conquista y el régimen colonial centrado en explotar los recursos naturales para enviarlos a Europa, el articulo 231 consagra sus derechos constitucionales. Pronto llegó el primer diputado nativo, que harto de las promesas incumplidas de los blancos, iba a las reuniones con un magnetofón.

Para Txai Suruí y la mayoría de los indígenas, el fin del Gobierno Bolsonaro significa cerrar una etapa de pesadilla, aunque tampoco es que estuvieran entusiasmados antes. Pero lo de Jair Bolsonaro fue de otra dimensión. El militar retirado cumplió lo prometido en campaña, no demarcó solo centímetro de tierras indígenas o reservas naturales. Los derechos de los nativos fueron ninguneados mientras el discurso oficial envalentonaba a los que explotan la Amazonia sin escrúpulos.

Luiz Inácio Lula da Silva, siempre consciente de que la política está hecha de gestos, quiso distanciarse del legado de su predecesor con otra promesa: crear por primera vez un Ministerio de los Pueblos Indígenas y colocar al frente a uno de ellos. Cumplió. Sonia Guajajara, veterana activista y líder de la asociación que aglutina a las 305 etnias brasileñas, es la nueva ministra. Se ha rodeado de otros nativos curtidos en la batalla, sea en el Congreso, en los tribunales y en las instituciones.

Para Suruí esos nombramientos son el reconocimiento del papel jugado durante milenios por los habitantes originales de estas tierras para preservar la naturaleza. Un tributo al pasado y a la resistencia ejercida contra Bolsonaro. El Gobierno de Lula ha emitido una señal potente a los que esquilman la selva con una megaoperación contra la fiebre del oro en territorio yanomami.

Siempre le gustó estudiar. Pero el desembarco en la escuela, cuando a los siete años se mudó a la ciudad, fue hostil. “Me hicieron bullyng. Bueno, más bien fueron racistas. Los chavales me llamaban india, y yo no entendía, no sabía qué era eso pero me quedó claro que me querían ofender. Volví a casa llorando y mi madre me explicó. Siempre he estado muy orgullosa de quien soy, de mi pueblo, de dónde vengo. Y no puedo huir”, apunta: “Para empezar, por mi nombre, porque yo no tengo nombre de blanco”. Cuenta el elaborado ritual de los Suruí para elegir nombre. La encargada suele ser una tía por parte de padre. “Ella me observó, soñó conmigo y me dio este nombre, que significa mujer inteligente”, relata.

A su madre, la indigenista Neidinha, le llevaban los demonios cuando su niña regresaba de la escuela hablando de leones. “Pero, ¡si en Brasil no tenemos leones!, exclamaba. “Hasta hoy la historia se cuenta a través de la mirada de los colonizadores. Aunque estemos en la Amazonia, donde muchos ríos, ciudades, comida, tienen origen indígena, nuestra historia se ha ocultado. Pero como soy hija de dos activistas que llevan muchos años en la lucha, ellos me fueron contando la verdadera historia”. Su madre ya se encargó de surtir a aquella escuela con material didáctico sobre la flora y la fauna autóctonas de la Amazonia, donde reina el jaguar.

Esa es la visión que Suruí hija difunde ahora por todo el mundo, más abierto a escucharle que sus compatriotas en su estado natal, Rondonia, el más bolsonarista del país. Su padre concurrió a las elecciones parlamentarias de octubre. Perdió. Pero esta familia de activistas está muy curtida. Sabe que la batalla se puede dar en muchas trincheras.

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Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).

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