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Tribuna
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La contrarreforma de los delitos sexuales: tanto camino para nada

La ‘ley del solo sí es sí’ supone un giro profundo en la forma de concebir la libertad sexual. Más allá de las exageraciones, sus efectos indeseados en los casos graves se pueden corregir sin que se revierta lo esencial

Tribuna Laurenzo 7 marzo
RAQUEL MARÍN

El enjambre de opiniones de toda índole, argumentarios políticos y burdas descalificaciones que ha suscitado en las últimas semanas la llamada ley del solo sí es sí es de tal magnitud que resulta casi imposible abrirse paso para desentrañar las auténticas bases del debate.

Para empezar por lo más tosco, conviene desmentir de entrada tres consignas que se vienen repitiendo hasta el cansancio sin fundamento alguno. En primer lugar, es completamente falso que la nueva ley desproteja a las mujeres, como se insiste desde ciertos sectores políticos que han llegado a decir que las mujeres españolas se encuentran más inseguras que antes y hasta “aterradas”. Todo ello a cuento de las revisiones de algunas condenas que ni son la mayoría de las solicitadas ni suponen dejar a todos los violadores en la calle. No es raro que ante un cambio importante en el modelo que regula un determinado grupo de delitos se produzcan ajustes de condenas que sin duda pueden perjudicar el legítimo deseo de reparación de sus víctimas, a las que se debió pedir perdón públicamente. Pero la mayor o menor aptitud de un modelo político criminal para proteger a la ciudadanía no se puede medir (solo) por la magnitud de las penas y menos aún por ciertos efectos indeseados sobre hechos del pasado. Las bondades y defectos de una ley solo se pueden verificar a partir de un período suficiente de vigencia que permita contar con datos reales sobre su efectividad para prevenir la clase de delincuencia para la que se creó y para conceder una protección adecuada a sus potenciales víctimas. Calificar a la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual (que así se llama la nueva ley) de “chapuza” o “despropósito” cuando apenas han pasado unos meses de su entrada en vigor es una insensatez malintencionada que ignora el amplísimo abanico de medidas de prevención y sensibilización destinadas a actuar sobre las causas estructurales de las violencias sexuales, así como el estatuto integral de asistencia a las víctimas de delitos sexuales hasta ahora inédito en el Estado español.

Ahora bien, que se haya mejorado mucho en los aspectos preventivos y asistenciales no significa que todo lo anterior a la nueva ley fuera despreciable, como parecen insinuar desde la postura política opuesta quienes despectivamente insisten en hablar del “Código Penal de La Manada”. He aquí el segundo mantra que no por muy repetido resulta más razonable. Es de sobra conocido que los miembros de tan deleznable grupo finalmente fueron condenados por violación por el Tribunal Supremo y están cumpliendo penas que rondan los 15 años de prisión. Cierto es que la sentencia nefasta y profundamente machista de la Audiencia de Navarra puso de manifiesto que algo debía cambiar en la regulación de los delitos sexuales, pero no porque todo lo anterior estuviera mal, sino porque la sociedad española ha cambiado mucho desde 1989 (año en el que se instauró el modelo penal vigente hasta ahora) y tanto las leyes como la judicatura deben adaptarse a esos cambios valorativos. Entonces se dio un paso de gigante al eliminar las referencias a la “honestidad” como bien a proteger con el castigo de los delitos sexuales. Ahora es el momento de reconocer las causas estructurales de este tipo de violencia, del que no por casualidad son víctimas prioritarias las mujeres, como bien reconoce el Convenio de Estambul al incluir la violencia sexual entre las formas contemporáneas de violencia de género. Eso es precisamente lo que pretende hacer la ley del solo sí es sí con la eliminación de la diferencia entre agresiones y abusos sexuales y la incorporación del consentimiento como eje central sobre el que se construyen los nuevos delitos.

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Tampoco es cierto, y aquí termino con mis desmentidos, que la contrarreforma presentada por el Grupo Socialista en el Congreso de los Diputados solo implique retoques técnicos, como insisten en afirmar sus impulsores. Porque no se trata únicamente de una discutible corrección al alza de las penas mediante la recuperación de la violencia como un simple agravante. El cambio es mucho más profundo y afecta a las bases mismas del modelo al volver a la tradicional diferencia de tipos penales en función de si concurre o no violencia o intimidación. Da igual que no se toque la definición del consentimiento o no se recupere el término de abuso sexual para distinguirlo de las agresiones. Lo importante es que el consentimiento (o, mejor, su ausencia) pierde centralidad a la hora de determinar la gravedad de los delitos sexuales, que era la gran novedad de la ley del solo sí es sí. Por eso las defensoras de la ley, no sin cierta simplificación poco recomendable, insisten en que el consentimiento constituye una línea roja infranqueable frente a cualquier posible retoque del texto legal.

Más allá de tantas y tan dañinas consignas políticas, lo cierto es que el auténtico punto de fricción entre las diversas posiciones se encuentra en el modo de concebir el bien jurídico de la libertad sexual. Tradicionalmente, se ha entendido que este bien se lesiona cuando el autor involucra a la víctima en un contexto sexual no querido, de donde se infiere con cierta lógica que la lesión será más profunda, más grave, cuanto mayor sea la resistencia de aquella al contacto sexual (lo que no implica que deba ser una resistencia activa, heroica). Por eso tiene sentido que el uso de violencia o intimidación por parte del autor se interprete como la forma más grave de lesión de la libertad sexual, ya que ha tenido que buscar medios agresivos para someter o suprimir la voluntad de resistencia de la víctima, como tiene dicho el Tribunal Supremo en diversas sentencias o, lo que es igual, ha tenido que doblegar una voluntad contraria claramente expresada. Este es el modelo del no es no, recogido en el Código Penal español durante años y que se manifestaba en la distinción entre agresiones y abusos sexuales, siendo las primeras las conductas verdaderamente graves, mientras que los abusos se situaban en un segundo escalón mucho menos grave, o incluso leve, de atentado a la libertad sexual.

El cambio de modelo propuesto en la ley del solo sí es sí se basa en un giro profundo en la forma de concebir la libertad sexual, que no se observa ya desde una óptica puramente pasiva, como la pura negativa a tener un contacto sexual, sino desde una perspectiva dinámica y positiva, como es el derecho a autogestionar la propia sexualidad sin interferencia de terceros. Este punto de vista no es ajeno a las reivindicaciones feministas que reclaman el derecho de las mujeres (principales víctimas de las agresiones sexuales entre adultos) a decidir con total autonomía cómo, cuándo, con quién y de qué manera mantener un contacto sexual. La ausencia de consentimiento se convierte aquí en el eje central del atentado a la libertad sexual y no solo en una especie de requisito mínimo, como sucedía en el sistema anterior. Lo decisivo en este modelo es que el autor invade ilegítimamente el espacio de autonomía que tienen todas las personas para decidir sobre su propia sexualidad, con independencia de los medios que utilice para hacerlo. Tan grave es el ataque a la libertad sexual cuando se amenaza a una mujer con una navaja para obligarla a practicar una felación como cuando el autor se aprovecha del profundo estado de ebriedad de la víctima que reduce drásticamente su capacidad de voluntad. Eso justifica que ya no se distinga entre agresiones y abusos sexuales. Se parte de un único delito, cuya ilicitud gira en torno a la ausencia de consentimiento.

Otra cosa es que, además del atentado a ese espacio de autonomía personal que da sentido a los delitos sexuales, la agresión suponga un peligro para otros bienes, como sucede cuando el autor amenaza a la víctima con un arma blanca, la golpea para hacerla callar o acude a la sumisión química para tenerla a su merced. Aquí aparecen implicados bienes tan importantes como la vida, la integridad física o incluso la integridad moral que bien merecen ser tenidos en cuenta a la hora de graduar la penalidad, sin afectar a la esencia del atentado a la libertad sexual que solo depende de la falta de consentimiento. La técnica adecuada para captar ese añadido accidental del hecho son las circunstancias agravantes, que con mucha frecuencia aparecen en el Código Penal vinculadas a delitos concretos. Y así sucede también en la nueva regulación de las agresiones sexuales. El uso de fármacos, drogas o cualquier otra sustancia para anular la voluntad de la víctima constituye, por ejemplo, una agravante que eleva considerablemente la pena de la agresión sexual (demasiado, en realidad), igual que las situaciones de especial vulnerabilidad de la víctima por su edad, discapacidad, etcétera, o el hecho de ser el autor pareja de la mujer agredida. Pero no sucede lo mismo con la violencia y la intimidación. En un afán ciertamente encomiable por no desviar el foco del auténtico núcleo de las violencias sexuales (la falta de consentimiento) y evitar así la tendencia largamente probada de nuestros tribunales a quitar importancia a los atentados a la libertad sexual que no van acompañados de violencia física o de amenazas, la nueva ley optó por eludir toda referencia a aquellas formas comisivas. Y seguramente se equivocó. No resulta razonable que una agresión sexual con sumisión química tenga una pena mayor que la realizada utilizando fuerza física (golpes, patadas) o amenazas de muerte. Por eso quizás las defensoras de la ley del solo sí es sí deberían admitir su error y aceptar la incorporación de la violencia e intimidación como una agravante más de las agresiones sexuales. Si se avanza más allá de eso y se acaba por convertir estos medios comisivos en elementos esenciales de un tipo agravado de agresión sexual todo el camino recorrido habrá sido para nada. O quizás no. Al menos el exagerado debate público que ha suscitado esta reforma penal ha dejado al descubierto que el feminismo es un movimiento vivo, complejo y transversal que no encaja bien en los estrechos márgenes de las consignas partidistas propias de estrategias políticas coyunturales.

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