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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Contradicciones de ERC

La movilización independentista contra la cumbre de Sánchez y Macron evidencia la incongruencia de los republicanos

El president Pere Aragonés
El 'president' de la Generalitat, Pere Aragonès, el 12 de enero.Gianluca Battista
El País

La cumbre hispano-francesa que el jueves 19 se celebra en Barcelona se va a desarrollar en un contexto paradójico y hasta embarazoso. La amplia delegación del Gobierno francés de 10 ministros, con Emmanuel Macron a la cabeza, y la nutrida delegación española presidida por Pedro Sánchez tienen como anfitrión al president Pere Aragonès, de ERC, a la vez que el presidente de su partido, Oriol Junqueras, participará en la cabecera de la manifestación convocada por el independentismo en contra de la cumbre. No es fácil explicar la esquizofrenia política de un president que entiende la relevancia de acoger un importante acuerdo que afecta de forma directa a Barcelona (por la conexión con Marsella para el nuevo conducto para el hidrógeno verde) y a la vez milita en un partido que protesta en la calle por la misma causa que aprueba Aragonès en la Generalitat. La cumbre en Barcelona es algo más que un gesto de Sánchez hacia Aragonès. La traslación práctica de una conciencia plural de España pasa por la habilitación efectiva de las autonomías como partes de la urdimbre social, política y económica de una España que no se agota en Madrid.

Resulta enigmático sin embargo el papel que el independentismo reserva a la Barcelona (y la Cataluña) del futuro cuando Esquerra defiende a la vez dos posiciones incongruentes. Mantener en la marginalidad a Barcelona y Cataluña sigue siendo una mala idea. Los 10 años del procés condujeron a una inequívoca debilitación institucional, política, comercial, cultural y económica de Cataluña, asfixiada por un debate que forzó la colisión entre dos mitades de la sociedad que hoy viven de forma más democrática y pacífica sus diferencias sobre la visión del futuro. La portavoz de ERC, Marta Vilalta, negó que exista normalidad política alguna en Cataluña, y quizá tenga razón: el Govern se apoya en unos exiguos 33 diputados (de 135) que imposibilitan la normalidad gubernamental y hasta la misma aprobación de los presupuestos. Pero rechazar para Barcelona ser sede de un acuerdo internacional relevante es la peor de las opciones en términos precisamente de país, y parece incluso destinado a boicotear una posible normalidad práctica.

Que el independentismo no ha desaparecido parece una obviedad demasiado rasa como para discutirla, pero que la normalidad esté a la vez saboteada en la calle y respaldada desde las instituciones revela alguna incongruencia grave y muy poco leal por parte de ERC con los esfuerzos políticos del Gobierno de coalición para afrontar políticamente las relaciones entre los ejecutivos español y catalán. La protesta en la calle de los republicanos está destinada a frenar los ataques fraternos del independentismo, para no ser culpada de claudicación sanchista, pero no responde a los intereses de los catalanes del presente ni tampoco a los del inmediato futuro. Mientras Aragonès encarna con una mano el principio de realidad política, con la otra le falta la firmeza para frenar lo que solo puede entenderse como una histriónica sobreactuación de ERC ante el independentismo más radical. El unilateralismo de la ruptura perdió sin paliativos hace cinco años porque adolecía de la mínima condición democrática y hoy se siguen zurciendo los rotos mientras las heridas han dejado de sangrar. El actual proceso de normalización política de Cataluña no equivale a la evaporación del independentismo sino a encauzar sus demandas por vías democráticas y garantizar su capacidad de gobernar. Ante la dureza de la crisis actual, la aprobación negociada de los presupuestos habría de ser su objetivo político prioritario.

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