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tribuna
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Quien ha visto vaciarse todo, casi sabe de qué se llena todo

Al llegar a la estación recorro ese camino que me sé de memoria y sé que estoy transitando el recuerdo del año próximo y recordaré sobre todo ese brindis en el que no mencionamos a la persona que faltaba

Aftersun pelicula
Fotograma de la películo 'Aftersun'.Sarah Makharine
Laura Ferrero

El 26 de diciembre, un año tras otro, me subo en un tren de cercanías en la estación de Passeig de Gràcia que me lleva a Vilanova i la Gertrú. Antes lo hacía acompañada y ahora lo hago sola. Voy a casa de mis tíos —ahora ya solo de mi tío— a celebrar el día de Sant Esteve. El trayecto, que conozco de memoria, siempre me sorprende. Pero no me refiero al orden de sus estaciones: después de Platja de Castelldefels viene el Garraf y después Sitges. Lo que invariablemente me sorprende es la aparición repentina —tras los túneles, los postes eléctricos, los muros grafiteados—, del mar, que juega al escondite, ahora sí y ahora no, y el sol en lo alto y su reflejo plateado sobre el agua en calma.

Cada uno de esos trayectos contiene, como si de un caleidoscopio se tratara, todos los anteriores, capas de una vida que se explica por presencias y ausencias que, como el mar, también juegan a aparecer o a dejar de hacerlo. El año anterior, por ejemplo, estaba mi tía, y Carmen no se había mudado aún, pero este año también está la niña por venir. Al llegar a la estación recorro ese camino que me sé de memoria y sé que estoy transitando el recuerdo del año próximo, que hoy, cuando vuelva aquí, será pasado.

Me acompaña estos días una película que vi hace unas semanas, Aftersun, la primera de la directora Charlotte Wells (Edimburgo, 1987). Si alguien me preguntara de qué va —como si pudiéramos zanjarlo así, diciendo que va de algo—, diría que de nada. Son 98 minutos sin apenas argumento ni giros argumentales. Es un cuento de amor y de pérdida, en el que un padre, Calum (interpretado por Paul Mescal) lleva a su hija Sophie (Frankie Corio) de vacaciones a la costa turca. Eso es Aftersun, la hija que, al cumplir 31 años vuelve la vista atrás y recuerda, a modo fragmentario, algunos episodios de un padre al que, ahora lo sabe, no pudo entender. Y qué son los padres sino esos dioses cotidianos revestidos, en nuestros días de infancia, del velo de lo inalcanzable.

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El título hace referencia a las manos de Calum, que embadurnan religiosamente a su hija de loción aftersun, como si la crema pudiera protegerla también de un peligro indeterminado y amenazante, y no solo de los rayos ultravioleta. Aftersun es una obra magistral acerca de la memoria y de cómo los vacíos que la conforman señalan lo que no somos capaces de ver. Está llena de luz, de ternura, de belleza, de pesadumbre. En ella conviven escenas de karaoke, la modorra bajo el sol eterno, pero también momentos en los que un padre llora en medio de la noche, su balanceo silencioso e hipnótico mientras fuma un cigarrillo en el balcón.

En un momento dado, Sophie, que acaba de cumplir 11 años, le pregunta a Calum por los regalos que recibió él en su decimoprimer cumpleaños. Le responde que en su familia nadie se acordó. No conocemos más detalles de su infancia, pero es suficiente para entender que Calum quiere ser el padre que nunca tuvo, como si fuéramos los encargados de ir completando los vacíos que otros dejaron en nosotros. Y lo que le ocurre a Sophie, a la Sophie mayor, es que intuyo que querría abrazar a ese padre desde el futuro, desde los días que vendrán, porque somos los ecos de nuestros padres, aunque no sepamos quiénes son.

En un relato de Alejandro Zambra incluido en su fabuloso Mis documentos, un estudiante le pide a su profesor —el propio Zambra— que le ayude a escribir una carta de dimisión. Cuando los demás estudiantes de clase le preguntan si realmente piensa dimitir responde que solamente “quiero imaginar cómo sería renunciar” y así lograr dar rienda suelta a todo lo que no se atreve a decir. Por tanto, pide ayuda para escribir una carta que sabe que no mandará por el puro placer de imaginar como sería el mundo —su mundo— si lo hiciera. En este sentido, creo que Aftersun es una carta de amor que quiere salvar, aunque sabe que no puede hacerlo. O que salva justamente debido a esa imposibilidad.

Cuando regresé a Barcelona, el día 26 por la tarde, ya había anochecido y, pegada al cristal del vagón, no vi el mar sino mi reflejo en el cristal. “Quien ha visto vaciarse todo, casi sabe de qué se llena todo”, escribió el poeta italo-argentino Antonio Porchia, y pensé que el año próximo, cuando aquel día fuera pasado, de casa de mi tío recordaría sobre todo ese brindis en el que no mencionamos a la persona que faltaba. Uno no dice lo que quiere sino lo que puede. Pensé también que no olvidaría Aftersun, que la habría convertido en un recordatorio de eso que ya sé: que los padres son los seres más cercanos y enigmáticos, que la memoria es en esencia puro artefacto cosido por todo aquello que no podemos recordar.

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