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columna
Tribuna
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El síndrome del 7 de enero

En mi caso, el sentimiento del mal se ha hecho tan omnipresente que, en ocasiones, empiezo a tener verdaderas dificultades para aceptar (y distinguir) lo bueno en toda su gloria

Varios ciudadanos ucranios contemplan la iglesia de Andriivska iluminada por el artista suizo Gerry Hofstetter, en Kiev, el pasado 23 de diciembre.
Varios ciudadanos ucranios contemplan la iglesia de Andriivska iluminada por el artista suizo Gerry Hofstetter, en Kiev, el pasado 23 de diciembre.OLEG PETRASYUK (EFE)
Nuria Labari

La ilustradora e historietista Catherine Maurisse estuvo a punto de morir el 7 de enero de 2015 en los atentados de Charlie Hebdo. Ella debía estar en la redacción a la misma hora en la que los hermanos Chérif y Saïd Kouachi irrumpieron en la sede de su revista y comenzaron a disparar, provocando una matanza que diezmó a la publicación más irreverente de Francia. Por fortuna, aquella mañana Catherine faltó al trabajo. La víspera del atentado se había separado de su amante y pasó desvelada toda la noche. Así que aquella mañana, al contrario que otros compañeros, ella se quedó dormida. El desamor o el azar le permitieron sobrevivir. Sin embargo, desde aquel mismo instante, el corazón empezó a resultarle demasiado pesado y la vida se cubrió de un velo de orfandad y tristeza. A ese peso lo llamaría “el síndrome del 7 de enero” y Catherine intentaría superarlo en la novela gráfica La levedad (Impedimenta). Siete años después, recuerdo su libro un siete de enero en el que siento que el mundo nos pesa cada día un poco más.

Digo que nos pesa a todos porque el malestar al que me refiero es difuso y no es estrictamente personal. Quiero decir que nos pesan males que ni siquiera nos han rozado el cuerpo y que, sin embargo, nos aprietan el pecho. Nos pesan los 318 días de guerra en Ucrania, aunque no seamos las víctimas de esta matanza. Igual que nos pesan los muertos de la pandemia, aunque sobreviviéramos con relativa normalidad. Nos pesa el euríbor sin frenos dispuesto a arrasar la economía familiar, igual que nos pesa el frío del invierno en que más energía ahorramos. Nos pesa la muerte de 23 inocentes en la tragedia de Melilla, pero, al mismo tiempo, nos pesa la belleza falsa que deambula por las redes sociales. Porque la exhibición frívola de una supuesta felicidad de escaparate nos atrae hacia el fondo como una pesada losa de pena. Y un día como hoy, un 7 de enero de 2023, resulta que a todas estas cargas se suma, además, la resaca familiar que dejan estas fiestas. Por eso digo que “el síndrome del 7 de enero”, que es en realidad el síndrome de todos los que tenemos la suerte de ser supervivientes de cualquier cosa (familias felices incluidas), está en su peor momento. Y que la levedad que perseguía Catherine Meurisse en 2015 resulta hoy urgente para la mayoría.

La solución más evidente consistiría en dejar de cargar individualmente con todo el peso del mundo. Aunque observamos que quienes optan por cargar única y exclusivamente con los que consideran “sus problemas” terminan por resultarnos tan frívolos como egoístas. Su actitud no evita el malestar y sobrecarga al resto con su mezquindad. Sin embargo, quedaría una tercera vía, porque la idea de estar unidos al mundo tenía que ver en su origen con padecer su dolor, pero también con la posibilidad de sentir sus alegrías. “Tenemos el arte para no morir de la verdad”, escribió Nietzsche en una cita que Catherine Meurisse recuerda al comienzo de su libro. El problema, claro está, radica en la posibilidad de sentir la belleza, en ese soplo capaz de hacer que la vida nos sea leve. Porque, por alguna razón, la profusa comunicación que nos atraviesa versa sobre el mal, sobre el daño, sobre la oscuridad del futuro, sobre el miedo. Es como si el alma del mundo y la fusión con lo bueno y con lo malo hubiera cortocircuitado debido al bombardeo constante de la amenaza. Habría, pues, dos males, el de la comunicación social y uno más personal: la incapacidad para aceptar lo bueno que nos pasa. No sé si le ocurre a alguien más ahí fuera, pero en mi caso el sentimiento del mal se ha hecho tan omnipresente que, en ocasiones, empiezo a tener verdaderas dificultades para aceptar (y distinguir) lo bueno en toda su gloria. Es como si “lo bueno” careciera de entidad por sí mismo. Como si no fuera más que un incidente entre dos cosas adversas, mientras que la glotonería del mal se come cada día un pedazo más grande de tarta.

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El mal come y nosotros nos esforzamos por restarlo espacio peleando por un pedazo más grande de comida. A lo mejor por eso llevamos 15 días celebrando a los amigos y a la familia con un concepto de la alegría casi exclusivamente fisiológico: comer y beber para estar juntos. Comer y beber para compartir. Y, en algunos casos trágicos, hacer deporte después para generar las endorfinas que no somos capaces de arrancarle a la vida. Hacer deporte hasta maltratar el cuerpo, más allá de los límites, hacer deporte para dejar de ser humanos y convertirnos en hombres y mujeres de hierro, correr hasta borrar el cuerpo antes que para disfrutarlo. Como si la alegría solo pudiera ser prefabricada, como si hubiera que dopar la belleza con algún estimulante legal o ilegal, un precario y dubitativo paraíso artificial. Y no solo la alegría, parece que el mero hecho de vivir se ha puesto cuesta arriba: al menos una de cada 10 personas ha consumido tranquilizantes en España en el último mes. ¿Por qué estamos todos tan ansiosos? ¿Es por falta de levedad? Al menos eso es lo que advirtieron Italo Calvino, Milan Kundera y la filosofía posmoderna.

“A mí, después del 7 de enero, de repente, lo que me parece más valioso es la amistad y la cultura”, dice la protagonista de La levedad. “A mí la belleza”, responde otro personaje. “Es lo mismo”, resuelve la primera. Es verdad, es lo mismo y es nuestra defensa contra la muerte. Feliz y leve 2023.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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