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tribuna
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Las hijas de la mujer ahogada

No se trata de renegar de ninguna obra ni de cancelar a ningún autor, sino de evitar que el relato de la mujer que sufre sea el único relato posible, que esta figura femenina siga marcando un canon hegemónico

El Agua
La actriz Luna Pamies, en una secuencia de la película de Elena López Riera, 'El agua'.EL AGUA (EL AGUA)
Amanda Mauri

El imaginario popular está preñado de mitos sobre mujeres malditas. La chica de la curva, la novia abandonada, la infanticida que llora a sus niños. Consumidas por la pasión o condenadas por su deseo, el estigma marca sus cuerpos de leyenda, cuerpos hechos de palabras que se repiten de generación en generación, un susurro que parte la noche y pasa de madres a hijas. Y el consejo siempre es el mismo: cuidado.

En Over her dead body: death, femininity, and the aesthetic, la crítica literaria Elisabeth Bronfen habla de la fascinación cultural por el sufrimiento femenino: “la cultura usa el arte para soñar la muerte de mujeres hermosas”. En la historia del arte y de la literatura abundan las representaciones de mujeres malditas o muertas, y su tragedia es sublimada, además de erotizada. El cine es todavía más explícito. La forma en la que se encuadra y se graba la agonía de una mujer suele ser muy distinta a cómo se trata la de un hombre. El tópico de la rubia torturada en los slashers (subgénero del cine de terror), entre gemidos y mohines poco probables, es solo uno de ellos.

¿A qué se debe este soñar del que habla Bronfen? ¿Acaso habita dentro de cada autor, artista o cineasta —muchos de estos personajes están creados por hombres— una pulsión feminicida que se exorciza en el plano simbólico? Como responde Maggie Nelson en El arte de la crueldad a una pregunta similar: tal vez, no lo creo, quién sabe. Pero, aunque así fuese, esta pulsión no nacería tanto de una decisión personal y consciente como de la inercia colectiva.

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La representación estética de la muerte sirve como vía de escape, es un ensayo o un juego a través del cual nos relacionamos con el tabú de nuestra propia mortalidad. Este deseo de imaginar lo inimaginable necesita un tercero sobre el que proyectar la fantasía, alguien que muera por nosotros, otros cuerpos a los que contemplamos sufrir con una mezcla de angustia y placer. Problema: ese otro cuerpo, ese cuerpo otro, no es neutro ni arbitrario. La cultura machista construye lo femenino como lugar de alteridad. El cuerpo de la mujer es siempre otro, nunca propio. Observado, no observante. Poseído, nunca poseedor. La mujer es la pelota que el creador y el espectador se pasan el uno al otro, y las historias que estos cuentan, sumidas en un tráfico endogámico, vuelven siempre a los mismos lugares comunes.

“Anoche todo el aire se llenó de azufre”. “El agua se mete dentro de una mujer, si se enamora”. “Una chica guapísima”. “Se la llevó el agua. No iba a consentir que se casara. Era suya”. “Abuela, ¿es verdad eso del agua?” Podría ser un eco más del mismo guion trágico, pero en este caso es todo lo contrario. En El agua, primer largometraje de la cineasta Elena López Riera, el miedo y su subversión van de la mano. Ana, una adolescente de Orihuela, vive el verano de sus 17 años entre el presente que la absorbe —el pueblo, un enamoramiento, su familia— y un deseo futuro: salir de allí. La película está atravesada por una leyenda oscura, contada de abuelas a nietas, sobre una mujer que desapareció antes de casarse, coincidiendo con una fuerte riada que anegó el lugar. El agua, dicen, la llamó. Hasta aquí, el mito de la mujer ahogada.

Sin embargo, El agua arranca el mito de su contexto lúgubre y fatídico, de niñas desvalidas y víctimas paralizadas, y lo planta en una tierra nueva, donde le será mucho más difícil germinar. Para ello se unen la caracterización de Ana —dura, de una dureza que tiene más de determinación que de aspereza—; el vínculo entre esta, su madre y su abuela —trenzado, en parte, por ese miedo atávico que condena a las mujeres del pueblo, un cordón umbilical de sombras y deseo—, y los testimonios reales de mujeres que narran la leyenda de la joven hechizada por el río Segura.

¿Por qué, según Bronfen, la cultura patriarcal usa el arte para perpetuar sus normas? Porque, por debajo de la racionalidad y la conciencia, somos seres sensibles. El arte interpela a nuestra dimensión psíquica, se instala en los recovecos más ignotos y corroe —o nutre— nuestras emociones. Y es también a través del arte que la resistencia feminista puede tejerse. Seguiremos aceptando, e incluso esperando, el sufrimiento femenino en la ficción como algo normal mientras las historias queden solo en manos de quienes —consciente o inconscientemente— se niegan a cuestionar el lodazal de misoginia, sadismo y paranoia en el que buceamos. No hablo de renegar de ninguna obra ni de cancelar a ningún autor, sino de evitar que el relato de la mujer que sufre sea el único relato posible, que esta figura femenina siga marcando un canon hegemónico. Para que las creadoras y las espectadoras puedan romper con ese ir y volver de la pelota, es necesario que tengan acceso a contar sus historias y a producir nuevas imágenes. Basta de mujeres muertas, malditas y aterrorizadas. Es hora de que sus hijas reescriban los mitos.

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