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Columna
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¿Quién puede traducirme?

Si yo, como escritora, no consigo ser comprendida por alguien cuya experiencia no tiene nada que ver con la mía, habré fracasado estrepitosamente en mi empeño de expresarme

Amanda Gorman
La escritora Amanda Gorman.David Livingston (Getty)
Najat El Hachmi

En su día, yo no le di importancia a la polémica que generó Amanda Gorman con su petición de que los traductores de su libro fueran mujeres jóvenes y negras. Me pareció una banalidad y una forma burda de posicionamiento político. Pero ahora me doy cuenta de que este debate se ha infiltrado en todas partes y, por primera vez, me encuentro con experimentadas figuras del oficio planteándose si pueden trabajar con textos escritos por personas que no se les parecen. Lo cual nos lleva a callejones identitarios sin salida y casi al fin de la vocación universalista de la literatura. Si yo, como escritora, no consigo ser comprendida por alguien cuya experiencia no tiene nada que ver con la mía, será que he fracasado estrepitosamente en mi empeño de expresarme. No escribo para que me lean y me entiendan solamente las mujeres que se me parecen; a menudo lo hago más bien por todo lo contrario: para derribar los muros, interferencias, prejuicios y distancias mentales que me separan del ser humano más alejado de mi particular vivencia.

Tanto luchar para que el hecho de ser mujer, pobre, de otro color de piel o procedencia pesen menos en nuestras vidas que lo que pensamos o lo que sentimos y va y ahora resulta que hay que reivindicar toda diferencia, aunque se trate de la diferencia que nos ha traído discriminación y estigma. Si hay algo que sirve para escapar a la identidad es, precisamente, la escritura en tanto que vía para explorar la individualidad auténtica, sin que esta se tenga que encasillar en etiquetas reduccionistas. Pero, por absurda que sea, la visión identitaria se ha impuesto y no es raro que a un traductor varón se le pregunte cómo ha sido capaz de traducir un libro escrito por una mujer. Como si habláramos idiomas distintos y el sexo, el color de piel, la clase social o la procedencia del autor fueran automáticamente las del texto que escribe.

Esta defensa de las adscripciones grupales, de las delimitaciones casi tribales, me parece un retroceso y algo que va directamente en contra de la esencia de este oficio, el de escribir, que no consiste más que en transmitir mediante palabras lo que queremos que entiendan otros, sean como sean. Lo paradójico es que ahora se esté poniendo en cuestión a quienes, antes que nadie, fueron puente ente tradiciones literarias distintas, los primeros en fomentar el intercambio intercultural y los únicos capaces de achicar la distancia que nos separa por razones idiomáticas: los traductores.

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