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Tribuna
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Savater y el negacionismo ilustrado

Los escépticos ante el cambio climático dicen buscar una discusión seria con la comunidad científica, pero prefieren contrincantes fáciles de batir

Un grupo de mujeres activistas protesta contra el cambio climático en Varsovia, Polonia, en septiembre de 2020.
Un grupo de mujeres activistas protesta contra el cambio climático en Varsovia, Polonia, en septiembre de 2020.KACPER PEMPEL (Reuters)

El debate de fondo sobre el cambio climático es difícil de clarificar porque enfrenta categorías diferentes: su mitigación nos exige actuaciones precisas, con un coste cierto, en el corto plazo, para evitar unos efectos imprecisos, con un coste incierto, en el largo plazo. Si a ello unimos que en los procesos de transición hacia economías bajas en carbono hay perdedores (precisos, ciertos y a corto plazo) con ganadores (imprecisos, inciertos y a largo plazo), la tentación a hacerse los sordos y los ciegos ante la evidencia científica es muy grande. Y esta es, en realidad, la médula espinal del negacionismo climático ilustrado, el que reconoce que el cambio climático antropogénico se está produciendo, pero desconfía de la capacidad de los seres humanos para calcular su intensidad y consecuencias y, por lo tanto, se resiste a tomar medidas costosas para hacerle frente, pues existe la probabilidad de que esas medidas excedan con mucho los daños del cambio climático. El negacionismo ilustrado se presenta como una propuesta racional, dispuesta a la discusión y al debate sosegado y profundo, frente a un ecologismo radical, decrecentista, naif e incluso perturbado, que malgasta su tiempo en las medidas de protesta más estúpidas —como pegarse la mano en una obra de arte en un museo— y que ha encontrado en Greta Thunberg su icono pop.

Pero el negacionismo ilustrado no es tan ilustrado como pretende aparentar. En su desconfianza sobre la capacidad del ser humano para medir precisamente los efectos del cambio climático, el negacionista ilustrado obvia que la ciencia climática es, en sí misma, una ciencia basada en la incertidumbre, cuyos resultados se presentan con funciones de probabilidad y con intervalos de confianza, y eso no la hace peor ciencia, sino bien al contrario, mejor ciencia. A nadie se le ocurriría decir que la física es una ciencia poco desarrollada por utilizar funciones de probabilidad para estimar la posición y la trayectoria de un electrón. La imprecisión es efectivamente un reflejo de la incertidumbre, pero precisamente la incertidumbre debería servir para extremar la cautela. Determinados productos aumentan la posibilidad de contraer un cáncer, y tratamos de evitarlos, aunque exista una incertidumbre sobre cuándo y cómo se puede enfermar, y exista un coste cierto si dejamos de usarlos. Nadie iría al médico y le exigiría una predicción exacta sobre cuándo y cómo va a tener un cancer de pulmón para dejar de fumar tres paquetes diarios.

Como buenos ilustrados que son, estos negacionistas saben que en discusión racional contra la ciencia climática tendrían las de perder, así que han elegido un contrincante más apropiado, que es el catastrofismo climático, al que acusa de ofrecer un panorama irracionalmente aterrador que no se basa en evidencias o que toma como seguros los riesgos de cola de las distribuciones de probabilidad (los eventos, digamos, con una probabilidad de ocurrir menor del 5% según las estimaciones). Así, los títulos de los libros negacionistas suelen referirse a que “no hay apocalipsis” o a la “falsa alarma”: en vez de debatir con la ciencia del clima, ha preferido hacerlo con los titulares sensacionalistas o la proclamas de las organizaciones sociales. Es un enemigo más fácil al que batir, sin duda, que el 97% de la ciencia académica que comparte el carácter antropogénico del cambio climático. Entre enfrentarse a Klaus Hasselmann, premio Nobel de Física en 2021 por sus trabajos para la modelización del clima , y ridiculizar a una adolescente con una pancarta de cartón, la elección es sencilla.

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En definitiva, este pensamiento se autodenomina escéptico, pero solamente lo es con los argumentos contrarios. Dice basarse en la ciencia, pero retuerce sus métodos y malinterpreta sus resultados. Dice buscar una discusión seria con la comunidad científica, pero prefiere contrincantes fáciles de batir, como los activistas adolescentes. Se pretende una alternativa racional al consenso científico vigente, pero para ello, tiene que deformar ese consenso científico hasta mostrarlo como una especie de pseudoreligión irracional, una caricatura llena de osos blancos agonizantes, ciudades sumergidas y ecologistas descontrolados. Esto es, en buena medida, lo que hacen los negacionistas ilustrados, como Steven E. Koonin, excientífico de la multinacional petrolera BP y miembro del equipo de Barak Obama, cuyo último libro, Unsettled?, ha sido tan bien recibido por los negacionistas como criticado por su falta de rigor, su uso selectivo de la evidencia, y su uso de trucos argumentales contrarios a la prácticas que consideramos métodos científicos.

Estas críticas no han hecho mella en Fernando Savater, quien obsequió a Koonin con su columna del pasado sábado en este diario, titulada precisamente Negacionista. Desconozco la intencionalidad del profesor Savater y no sé si al alabar este libro para defender esta suerte de negacionismo ilustrado conocía estas críticas o si precisamente por ellas lo ha reverenciado. Disfruto, desde mi adolescencia, del escepticismo irreverente del profesor Savater, pero dar pábulo al negacionismo difícilmente puede considerarse como tal. Es, a lo sumo, un ejercicio libre de estética literaria. Convendría diferenciarlo.

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