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Columna
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El imperio de la humillación

Quizás la muerte de Gorbachov simbolice el fin de esa quimera de una Rusia abierta y europea

El imperio de la humillación. Máriam Martínez Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Que la muerte de Gorbachov haya servido para conmemorar su figura en Occidente y ensalzar la democracia, mientras en Rusia apenas tratan de disimular su desprecio, se entiende desde ese emblema ficticio, creado por Putin y comprado por tantos nostálgicos, según el cual el fin de la URSS fue “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Toda la propaganda de su régimen se condensa ahí, en la explotación deliberada de un supuesto sentimiento de humillación que encuadra perfectamente con su visión del Imperio Ruso. De puertas adentro, el imperalismo es un mecanismo de unificación nacionalista; hacia fuera, legitima la vieja idea de su “espacio vital”.

No hay nada más viejo ni más actual que explotar un sentimiento de agravio. Lo vemos a diario en nuestras democracias: la humillación es el pariente cercano de un tipo de ira que estalla al creer que nuestro estatus ha sido denigrado. ¿Recuerdan cómo explicaba Trump el vínculo social con su juego de suma cero? Yo, trabajador del Cinturón de Hierro, solo disfrutaré de una vida buena si consigo que tú, inmigrante que me quitas el trabajo, desaparezcas. En el fondo, encontramos ahí esa ambivalencia que nos genera la envidia: deseo el fracaso de aquel por quien me siento eclipsado.

Pero volvamos a Rusia, donde el imperio de la humillación cincelado por Putin genera la misma dialéctica de imitación/repugnancia que el politólogo Ivan Krastev utilizaba para describir la relación entre la Europa del Este y el Oeste. El iliberalismo de aquella provendría de la humillación derivada de su fallida occidentalización, lo que provoca sus continuos saltos desde la imitación al rechazo de Occidente. También explicaría que, mientras Rusia es ese bastión de valores conservadores, orgullo cultural y espléndido aislamiento que Putin pretende mostrar al mundo, también tenga una de las tasas de divorcio más altas del planeta, o que “su banda sonora sea una televisión del Kremlin que amplifica cualquier cumplido que venga de Occidente”, como contaba el periodista Peter Pomerantsev. La invasión de Ucrania sería otro acto más en la construcción ficcional del imperio de la humillación de Putin: su derecho a existir pasa por subyugar a otra nación soberana.

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Así como Gorbachov representaba un intento de relación no patológica con Occidente, Putin reprime a intelectuales y periodistas, abjura del desarme multilateral e ignora los acuerdos internacionales. Quizás su muerte simbolice el fin de esa quimera de una Rusia abierta y europea a la que se agarraba Macron cuando hablaba de “no querer humillar a Rusia”, una ilusión que sustentaba nuestro relato de éxito occidental. Hoy, el camino lo marca el discurso sobre Europa de Scholz, el “cambio de era” forzado por el sangriento imperialismo de Putin. Pero ¿es posible una Europa con Rusia de nuevo a la contra? O mejor: ¿qué Europa es posible? Solo el tiempo lo dirá.

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