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tribuna
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Agua para siempre

Para satisfacer las necesidades presentes y futuras en todos los territorios, es necesario un nuevo enfoque que garantice los caudales ecológicos y evite la sobreexplotación y la contaminación de los acuíferos

Desalizadora del Prat
Un operario observa el proceso de desalinización del agua en la planta del Prat, en junio.Cristóbal Castro

Agua para todos: ¿Quién podría oponerse a una reivindicación tan justificable, dado que el agua es imprescindible para garantizar la salud y la vida, así como numerosas actividades económicas? Ese lema tan simple sigue vigente, desde su utilización masiva en 2004 —con motivo de la polémica derogación del proyecto del trasvase del Ebro— y reaparece ahora, en pleno periodo de escasez de agua.

La expresión responde al paradigma de la política del agua del pasado siglo. Ese agua para todos significa, en realidad, agua para todo (en la práctica, más agua para quien más poder económico tiene); y agua para hoy y sed para mañana, sin respetar las necesarias exigencias para no agotar el recurso. Todavía hay quien considera inagotable el agua dulce: siempre habrá alguna cuenca “excedentaria” que podría cederla a otra cuenca “deficitaria”. La demanda puede así incrementarse sin límite, invocando la solidaridad entre territorios.

Pero la ciencia nos enseña que el agua dulce es un recurso renovable solo si se gestiona de acuerdo con los ciclos naturales, y que en todo caso nunca “sobra”, ya que cumple funciones básicas, garantizando los ecosistemas fluviales y marinos: el agua dulce y los sedimentos arrastrados son cruciales para mantener, respectivamente, las especies piscícolas y las playas y deltas del litoral. Todavía hoy se escucha lo de “el agua de los ríos no se puede tirar al mar”, ignorando lo anterior, para justificar obras hidráulicas —adicionales a las numerosas existentes, muchas infrautilizadas— que almacenen y transporten agua de la España húmeda a la España seca. La aceleración de los efectos del cambio climático cuestiona cada vez más esa distinción; y conlleva una creciente demanda de desalación de agua del mar, incluso por parte de quienes, en su día, obstaculizaron con todo tipo de impedimentos la construcción de las plantas previstas por el Gobierno socialista en 2004. Ejemplos concretos: las administraciones del Partido Popular amenazaron a las universidades valencianas para que no firmasen convenios con el Ministerio de Medio Ambiente (dirigidos a gestionar la salmuera, evitando daños en los fondos marinos); atemorizaron a los regantes, asegurando que el agua desalada era perjudicial para los cultivos; se negaron a conceder los permisos locales y autonómicos necesarios para empezar la construcción de las desaladoras (obligando al Ministerio de Medio Ambiente a pedir amparo al Tribunal Constitucional en el caso de la desaladora de Torrevieja); y emplearon cuantiosos recursos públicos, engañando sobre la viabilidad del derogado trasvase del Ebro, para el que José María Aznar no había conseguido obtener fondos europeos, a pesar de presionar de tal forma en Bruselas que la comisaria de Medio Ambiente exclamó en rueda de prensa un rotundo “¡Dios existe!” al conocer la alternativa al citado trasvase. En efecto, esa alternativa —el Programa AGUA— recibió toda la financiación europea solicitada previamente para el trasvase del Ebro.

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El Programa AGUA no incluía solo desaladoras, como se pretende hacer creer. La reducción del consumo de agua para regadío constituía una prioridad: pregunten a los regantes de Lorca, que esperaban desde hacía años dichas obras, para recuperar el 40% del agua perdida en sus canales a cielo abierto. Asimismo, se contemplaban medidas para controlar mejor el uso y la calidad de las aguas subterráneas, auténticas “cenicientas” de la política hidráulica; se impulsaba la depuración de aguas residuales adecuadamente tratadas y su reutilización; y se preveía una reforma de la Ley de Aguas de 1985, entre otras cosas para modificar la regulación de los derechos concesionales, teniendo en cuenta el carácter del agua como bien público y la existencia de derechos que no se corresponden con agua disponible. Lamentablemente, dicha reforma no llegó a aprobarse; el actual Gobierno ha retomado esta tarea, imprescindible para evitar la especulación con un recurso considerado ya un derecho humano.

La desalación requiere hoy un 50% menos de energía que hace tres décadas, cuando comenzó a utilizarse esta tecnología, de la que las empresas españolas son líderes a nivel mundial. Y el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico tiene previsto promover el uso de energías renovables en todas las plantas —reduciendo su coste y las emisiones de CO₂—, así como optimizar su producción, integrándola de forma continuada con el resto de los recursos hídricos y con las capacidades de almacenamiento existentes.

Llueva o no llueva, el agua desalada es la única opción siempre disponible en el litoral español, donde se concentra un elevado porcentaje de población y de actividad económica. Pero para disponer de agua para siempre, que satisfaga necesidades presentes y futuras en todos los territorios, es necesario consolidar un nuevo enfoque de la política del agua, recogido ya en la Estrategia del Ministerio —en desarrollo de la Ley de Cambio Climático—, que garantice los caudales ecológicos y evite la sobreexplotación y la contaminación de los acuíferos. Ello es imprescindible para mantener el abastecimiento de agua potable para uso humano y ordenar, de forma controlada, los usos económicos. La Estrategia prioriza las actuaciones para reducir el consumo de agua y mejorar su calidad.

La transición ecológica en materia de agua resulta análoga a la correspondiente en materia de energía: para garantizar el bienestar presente y futuro hay que tener en cuenta lo que nos dice la ciencia en cuanto a los límites planetarios de la actividad humana, y proteger a los directamente afectados por dicha transición, que en ambos casos debe ser una transición justa.

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